En realidad, Larache es un lugar
elegido por los dioses y no fue por capricho”, escribe con
tino la asociación “Larache en el Mundo” cuyo tríptico me
fue gentilmente facilitado ayer sábado por Yebari El Hachmi.
Yo no sé si estas fértiles tierras fueron las míticas
Hespérides, el bello jardín de la diosa Hera con su árbol de
manzanas de oro, pero los pasados miércoles y viernes
algunos de mis compañeros del I Encuentro Periodístico
organizado en la moderna Facultad Disciplinaria de la
localidad por el Centro Marroquí de Estudios Hispánicos,
sintieron vibrar su alma brincando de aquí para allá, entre
maleza y hierbajos, por las ruinas de Lixus.
Fenicia, púnica y romana en sus orígenes, desde el siglo
VIII antes de la Era Común y hasta bien avanzado el siglo XV,
Lixus fue poblada sucesivamente por diferentes pueblos y
culturas que dejaron testimonio de su paso. Salas de
despiece para la rica pesca de sus aguas, piletas para
salazones y cisternas de agua dulce aun visibles en la parte
baja del yacimiento, conforman sin duda el complejo más
famoso de todo Marruecos; los restos de las termas y sobre
todo el anfiteatro, aun no totalmente excavado, constituye
un elemento excepcional en la región por ser el único
ejemplo conocido de la antigua Mauritania Tingitana. El
museo arqueológico de Tetuán, levantado en la Blanca Paloma
de la Yebala por el Protectorado español (1940), custodia
celoso tres de los más bellos mosaicos romanos del siglo II
de la Era Común procedentes de Lixus: Venus y Adonis,
encuentro del dios Marte con la diosa Rhea Silvia y un
tercer mosaico con otra escena mitológica.
Erosionada la colina tras milenios de vivir expuesta a los
elementos y con sus ruinas mordidas por el implacable paso
del tiempo, la actual incuria que envuelve los restos arroja
algunas incertidumbres sobre su devenir inmediato. Pese a
todo Lixus sobrevive en la memoria histórica, oteando
incansable el plácido discurrir de las aguas por los
meandros y con la blanca ciudad de Larache acostada sobre el
horizonte. “Los días caminan lentamente como un rebaño de
corderos que la noche arroja de sus pastos”, recita una
popular canción rifeña: “Corderos blancos, corderos negros,
se alejan en el tiempo hacia el refugio de los apriscos
ignorados donde reposa todo lo que fue y ya no es / Los días
vuelan, rápidos y apresurados sobre sus largas alas
silenciosas, parecidas a los ibis en el campo, a los cuervos
que llegan al bosque en la calma de la noche que cae / Los
días que se van lejos de nosotros… ¿tienen los nidos
redondos y tiernos, sobre la rama móvil del tiempo, en la
inmutable eternidad?”. Con recuerdo entrañable para Ramón
Vilaró, Álvaro de Diego, Enrique Rubio y Domingo del Pino,
quien nos ilustró con juveniles recuerdos de su época en
Tánger el miércoles al atardecer; a Fernando Canellada, que
a las 8 de la mañana del viernes y tras algún paralelismo
con nuestra Asturias del alma dio por bien empleado el
madrugón; y a Mohamed Boundi quien, poco antes del almuerzo,
tradujo al árabe a pie del anfiteatro una de la cuartetas de
Omar Jayyam: “Rumian sus hombres sus religiones y dogmas o
se pasman entre la duda y la certeza. Aquél que está al
acecho debería gritarles: ¡Ignorantes, no es esto ni
aquello!”. (Rubaiyat). Amable lector, si algún día el
destino te lleva por la ruta entre Tánger y Rabat, sé
indulgente con tus quehaceres y acércate a respirar la brisa
de la historia que envuelve entre las brumas del recuerdo,
aquí en la decadente pero aun bella Larache, las restos
pétreos de este antiguo enclave fenicio-romano. ¡Ay Lixus!,
descansa en paz y que la tierra te sea leve confiando en
que, un año de éstos, otros humanos lustren tu entorno y
acunen tu despertar.
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