La primera vez que oí hablar de
los indignados y debido a que, en ocasiones, suelo
despistarme con una facilidad pasmosa, pensé que estaban
anunciando por la radio una película de esas que los
estadounidenses suelen hacer, de vez en cuando, para
tranquilizar sus conciencias. Una de esas películas que
transcurren en un pueblo sureño, que apenas aparece en el
mapa, y donde manda un terrateniente y el sheriff que está a
sus órdenes. Con lo cual los habitantes del lugar lo tienen
crudo en todos los aspectos. De modo que un día deciden que
ha llegado la hora de rebelarse, porque ya están hasta los
huevos de ver herido su sentido de la justicia o la moral.
Menos mal que en apenas nada, dado que tengo la sana
costumbre de leer varios periódicos todos los días, salí de
dudas: los indignados eran personas todas pertenecientes al
movimiento 15-M. Una especie de Asamblea Ciudadana,
compuesta por jóvenes y menos jóvenes, que mostraba su
indignación por un motivo tan principal como es el estar sin
trabajo. Y lo que es aún peor: con limitadas o nulas
esperanzas de obtenerlo. Y otra vez, así como quien no
quiere la cosa, mi memoria dio marcha atrás en el tiempo y
me fue posible ver a los indignados de los años en que la
juventud en España ardía en la hoguera de las frustraciones
y carecía, además, del derecho a salir a la calle gritando
su descontento con la misma indignación y violencia que
luego llevarían a cabo los hijos de papá en el Mayo del 68.
Aquellos jóvenes españoles estaban también sin empleos y en
sus casas no había para poner la olla dos veces al día. Pues
una era ya un milagro. Aquellos jóvenes iban cumpliendo años
y no se podían casar por una razón bien sencilla: no tenían
resuelto su porvenir. Y el porvenir de los jóvenes ha
radicado siempre en acabar una carrera, encontrar una
colocación o aprender un oficio que les permita ganar lo
suficiente como para mantener un hogar. Y, claro, sin empleo
no podían meterse ni en la compra de un piso ni en un
alquiler. Y, desde luego, si no había casamiento no había
posibilidades de cumplir con la obligación social del
españolito y la españolita, que entonces era doble:
perpetuar la raza y hacer posible que la novia pudiera
llegar inmaculada al tálamo.
Los tiempos cambiaron con la llegada de la democracia. Y,
desde entonces, los jóvenes si no acceden al tálamo nupcial,
por carecer de empleo, acceden al sexo con normalidad. Y de
la atención del estómago ya se encargan sus padres, aunque
los niños tengan ya 30 años y terminen por creer que como se
vive con los padres no se vive en ningún sitio. Y los pobres
progenitores, que para eso tuvieron los hijos, acaban por
acostumbrarse a carecer de su esperada independencia,
durante el tramo final de la vida que les quede.
Así, el movimiento de los indignados, cuando supe lo que
era, me cayó bien. Y me dije para mí: ya iba siendo hora que
los jóvenes se rebelaran contra su mala suerte. Rebelión que
no debe perderse en acciones como las de invadir el salón de
plenos. Aunque lo ideal sería que tuvieran presencia en el
acto uno o dos de sus representantes. Y todavía sería mejor
que tomasen la siguiente decisión: hacerle una higa a los
dirigentes de la coalición Caballas. Cuya manera de actuar y
pronunciarse, parecen más bien propias de reventadores
profesionales de la democracia.
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