Me presentan a una señora,
jubilada ya como profesora, a quien le agrada más ser
mencionada como maestra, y me paso más de una hora charlando
con ella y con dos acompañantes conocidos por mí. Es la
ventaja que tiene patearse la calle y estar en el sitio
preciso y a la hora justa.
La señora acaba de cumplir setenta años. Y, cuando caigo en
el tópico de decirle que no los representa, recibo una
mirada nada complaciente y que va acompañada, antes de que
yo pudiera reaccionar, de la siguiente respuesta:
-Mire usted, De la Torre, setenta años, aun en estos
tiempos, no dejan de ser muchos años. Tantos como para que
una, en ciertos momentos decida cavilar sobre lo que le
espera… Y conste que no me puede ni el temor ni la angustia.
Aunque sí me pone de mal humor, a pesar de los alifafes que
suelen acosarme, saber que me quedan cada vez menos años de
poder seguir disfrutando de la vida que actualmente llevo.
La señora se declara ferviente lectora de los clásicos. Y me
dice que leer es un ejercicio que sigue practicando por
deseos de conocimientos y por placer. Eso sí, reconoce que,
cuando está a merced de cualquier problema, le cuesta
trabajo centrarse en los libros. Es decir, que para ella no
vale eso que proclamaba Montesquieu (“No habiendo
tenido nunca un disgusto que una hora de lectura no me haya
quitado”).
-En absoluto. De ningún modo –contesta la señora-.
Disgustada, es decir, preocupada por algo que me afecte, me
resulta imposible centrarme en ninguna lectura. En mi caso,
sentarme a leer ha de ir precedido de un estado sosegado.
Libre mi ánimo de preocupaciones. Cada persona es un mundo.
Salen a relucir, en un momento determinado, los bachilleres.
Y la maestra, que así quiere ella ser reconocida, emite su
opinión sin cortarse un pelo: “A España le hacen falta
mejores bachilleratos con todos sus avíos, como los buenos
pucheros y menos máster. Conozco yo a señores que tienen
dos, tres, cuatro máster y siguen siendo mucho más
analfabetos que antes”.
¿Para qué sirve la escuela? Es una pregunta que hace uno de
los que participan en la conversación. Y, tras oír dos o
tres respuestas por parte de quienes estamos a su vera, la
maestra no duda en contestar así: “La escuela sirve para
hacer personas, para enseñar a pensar, a tener opiniones
propias y, por supuesto, a ser responsable”.
Uno de los participantes en la charla, que la conoce mejor
que nadie, le dice a la maestra que ya le ha salido su
predilección por todo lo que ha leído acerca del Instituto
Libre de Enseñanza. Y su vena de republicana.
Y la maestra asiente. Y nos habla de una escuela en la que
no se debe hablar de religión en el sentido de hacer
sectarismo. De una escuela que no deja que los maestros
hagan proselitismo político. Y en la que se enseñe a
respetar las opiniones de los demás, a convivir respetando,
porque la razón nunca es absoluta.
Yo me guardé la última intervención. ¿Por qué los maestros
no hacen todo lo posible por conocer las aptitudes de los
alumnos y tratan de estimularlos por ese medio a fin de
ganarse la confianza de éstos?
Respuesta de ella: “Porque no es fácil ser buen maestro”.
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