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                     La vida, que es un océano de 
					sensaciones sorprendentes y de azules que reverdecen nuestro 
					futuro, parece injertarse en el abecedario de las aguas como 
					principio de las cosas. De hecho; los océanos cubren y 
					recubren la mayor parte de la superficie del planeta, al 
					tiempo que abren y reabren los vergeles por donde pasan los 
					suspiros del aire, para hacernos sentir lo grande y lo 
					pequeño que uno puede ser. Por consiguiente, aunque sólo sea 
					por gratitud, es de justicia que la Asamblea General de las 
					Naciones Unidas, resolviese a partir del memorable 2009, 
					invitarnos a que el mundo celebre el 8 de junio como Día 
					Mundial de los Océanos. Debe ser una oportunidad para tomar 
					conciencia de lo mucho que le debemos, pero también una 
					reflexión mundializada de autocrítica personal. Sin duda 
					alguna, cada cual somos parte de esa agua salada, convivimos 
					y vivimos con esa bendita masa de corrientes que mueve todos 
					los corazones, nacemos y crecemos a su lado, tanto es así 
					que no seríamos nada sino pudiésemos enraizarnos el alma a 
					este vital sustento de praderas profundas, de planicies 
					levantadas por las olas, que forman y conforman la piel añil 
					del planeta.  
					 
					Ciertamente, los océanos son el alma del planeta azul, no en 
					vano la vida misma brotó de ellos, de esa inmensidad de 
					misterios y de esa grandiosidad de luz, que son engendro de 
					la vida humana. Lo sabemos, pero hacemos bien poco, por 
					protegerlos. Tienen que cesar de inmediato aquellas 
					actividades humanas que ponen en peligro los ecosistemas 
					marinos, el hábitat marino, el abuso y el uso desmesurado de 
					prácticas que todo lo destruyen. La criminalidad en los 
					océanos es tan fuerte como en la propia tierra, se da la 
					piratería y el robo a mano armada, la sobreexplotación y el 
					despilfarro que todo lo contamina. Es nuestra 
					responsabilidad, es el compromiso de toda la especie humana, 
					que debe cuanto antes intervenir y poner orden en la 
					administración del medio marino. De nada sirve legislar si 
					luego no se cumple el espíritu de la norma. Asimismo, de 
					nada sirven los días mundiales, en este caso el de los 
					océanos, si nuestro deber individual y colectivo de proteger 
					y de cuidar los recursos tampoco pasa de las buenas 
					intenciones. Es verdad que los moradores del planeta deben 
					hacer mucho más por defender el Estado de Derecho de los 
					Océanos, pero téngase presente que la implicación es para 
					todo el mundo, es decir, para toda la ciudadanía del mundo 
					mundial. 
					 
					No cabe la exclusión a la hora de resguardar nuestros 
					océanos y hacer que prosperen. Por desgracia, se habla muy 
					poco de la crisis en el territorio marino y de sus efectos 
					en las sociedades. La falta de ética y moral nos ha llevado 
					a un estado de permisibilidad increíble, a consumir hasta 
					las entretelas del mar. El derroche, la especulación, la 
					falta de sentido humano, deja a diario una estela de muerte 
					atroz en las aguas saladas, de difícil reparación. No hay 
					más necio que el que no quiere ver, dice el refranero. 
					Tenemos la ciencia que nos habla de las consecuencias y 
					tenemos las leyes que nos ponen límites a nuestras 
					actitudes, pero lo que nos falta es activar una conciencia 
					educacional honesta, desde la coherencia de cada uno, 
					sabedores de que los océanos regulan el clima mundial y son 
					una parte vital de la biosfera. En este planeta, todos 
					dependemos de todos, de ahí la importancia de que las 
					sociedades adquieran nuevos estilos de vida más poéticos que 
					mundanos, más universales que nacionales, más estéticos que 
					repelentes, como puede ser el gran vertido de plásticos, de 
					aguas residuales y de desechos generados por nosotros mismos 
					sin control alguno.  
					 
					Los océanos no pueden convertirse en el sumidero de nuestros 
					despropósitos. Los niveles de contaminación que producimos 
					son verdaderamente alarmantes y, por otra parte, la 
					explotación de los recursos marinos vivos es tan descomunal 
					que se hace insostenible. El futuro es bastante negro si se 
					prosigue en la alteración o destrucción del hábitat marino, 
					que no nos olvidemos es tan importante como el hábitat 
					terrestre. A pesar de que la Convención de las Naciones 
					Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 ha logrado una 
					aceptación prácticamente universal, porque es una buena 
					guía, los resultados siguen siendo catastróficos. ¿Qué es lo 
					que está fallando, en consecuencia?. A mi manera de ver, el 
					no reconocer el enorme valor de los océanos en la vida. Lo 
					que no se valora tampoco se cuida. Sin embargo, pienso, que 
					nada está perdido si se tiene el coraje de proclamar a los 
					cuatro vientos que así no se puede seguir y que debemos 
					empezar de nuevo, en un nuevo despertar generacional. 
					 
					Sí, sí, sí... Ha llegado el momento del cambio, de comenzar 
					un naciente rumbo, de tomarnos en serio el hábitat marino 
					como parte de nuestra existencia. Tenemos que ser 
					conscientes de que los problemas del espacio oceánico son 
					problemas de toda la humanidad y la resolución, por tanto, 
					tiene que venir de la mano de todos los seres humanos. En 
					uno de sus versos Homero decía: “el océano es fuente de 
					todo”. No le faltaba razón en esta afirmación. Hoy en día 
					sabemos de la importancia de estos mantos azulados, que 
					requieren de una gestión eficaz, puesto que el recurso es 
					limitado. Cuando un manantial se exprime demasiado acaba 
					secándose. Ya me dirán luego, cómo podemos vivir sin esta 
					fuente de vida, que puede serlo de muerte también, sobre 
					todo si abandonamos la responsabilidad de cada uno de 
					nosotros de preservar los océanos. La ineptitud de manejar 
					energías capaces de alterar equilibrios naturales, de manera 
					absurda, es en toda regla un mal presagio. El mundo tiene, 
					pues, que reaccionar frente a esta marea humana de 
					inconsciencia, y ha de hacerlo sin perder un minuto más de 
					tiempo. 
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