Exposición, artículo o crónica
sentimental? De todo un poco porque la lección de Ceuta es
una lección de matices, de alardes cromáticos, de aplicar el
arte de la espátula sobre la tela y que la tela sea un
lienzo de Flandes bien tensado sobre el bastidor del
horizonte. Golpes de espátula que no suaves pinceladas
porque para atrapar las tonalidades de la hora violeta
ceutí, sobre todo cuando las tiñe el levante de malvas
acidulados se requiere el alma de un pintor impresionista.
¿Qué toca hoy vientos de levante o de poniente? ¡Como para
fiarse! Creo comprender que el levante viene con sones
atlánticos y el poniente es exhalación del Mare Nostrum,
como referencia el ondear de las banderas y supongo que
cuando sea más experta en el manejo de la emborronada paleta
donde aparecen manchurrones del colorido de Ceuta sabré
distinguir por el tono y por la textura del mar. Por ahora
me fijo cada día en el horizonte desde mi colación en la
cafetería Charlotte made in Paseo de las Palmeras, contemplo
la edulcorada postal del puerto en relieve sobre el Peñón y
de las banderolas ondeantes en relieve sobre el puerto, me
siento de frente y a la derecha está el monte Hacho con esa
fortaleza que a las primeras luces que la alumbran, recién
dormida la hora violeta recuerda al palacio de la Alhambra.
A la izquierda el paseo se pierde en una hilera rectilínea
de árboles de hojas color burdeos y granate y al otro lado
las palmeras añosas inasequibles al picudo rojo que ha
asolado la costa mediterránea y eso es porque las protege el
espíritu de ese gran cotilla que fue el primer periodista
del Imperio Romano, Estrabón, altivamente diseñado en bronce
por Ferrán Pagán que es reencarnación del genio de un
escultor grecorromano y actuando a la par, el reencarnado y
el grecorromano han montado un museo urbano y callejero en
la ciudad, obra de arte por acá, obra de arte por acullá y
se ahorran los gastos de personal y mantenimiento de un
museo convencional con sus correspondientes salas. Estrabón
está ahí para murmurarle una rápida jaculatoria pidiéndole
el don de la creatividad que no el del chismorreo porque a
ese historiador le encantaba escarbar en el numen de los
pueblos que iba okupando el Imperio y disertar en tono
crítico sobre las costumbres de “los nativos”. “Nativos” que
eran sopa cultural de tradiciones que daban vuelta y media a
las de la madrecita Roma, pueblos infinitamente más mágicos
y antiguos descendientes directos de los hombres que
vinieron de las estrellas. Pero no, no me lanzaré a una
agria crítica sobre la insana manía de los extranjeros de
invadirnos ni reivindicaré públicamente un desagravio por
parte de Berlusconi por la ofensa infringida por sus
antepasados a nuestros arcanos tratando de imponernos los
cursis “clichés” romanos y contaminando nuestro idioma
ancestral con sus repipis latinajos.
No iré por la exaltación del origen de “lo” español porque
me tendría que remontar a Atapuerca que es de donde todos
venimos y ahora se trata de comprimir en frases la magia de
la hora violeta de este fragmento desgajado de España porque
los mares se metieron por medio. Y esos mares trato de
distinguir desde mi asentamiento previo abono de un óbolo en
la mesita de la cafetería, por la derecha, por el Hacho sale
el sol y si se es yogui en esa dirección hay que iniciar al
alba las serie de asanas del “Saludo al sol”, por la
izquierda, siempre mirando en dirección Gibraltar, es la
línea del crepúsculo que ve languidecer el cromatismo de la
tarde. Pero, si del Paseo de las Palmeras cruzo hasta la
sede de este periódico que está del otro lado ya no sé
exactamente como mirar, enloquece mi rosa de los vientos, me
entran mareos y me tengo que tomar un Dogmatil 50 y un
complejo de vitaminas B para no aturdirme por el “jet-lang”.
No he visto en mi vida ciudad más linda y geográficamente
embarullada . Ni con más claves esotéricas y exotéricas
cuidadosamente camufladas. Lógico. Los Caballeros del Temple
que llegaron con Enrique el Navegante camuflados bajo otras
capas y portando a su Virgen mística no eran ni unos
“pringáos” ni unos analfabetos espirituales y “sabían” y
“conocían” el enclave rebosante de energía telúrica en el
que iban a depositar a su Magna Mater y hacia donde habían
de mirar las puertas del templo que le sirviera de cobijo y
acomodo. Y los templarios, guardianes de la sabiduría
antigua y sagrados cancerberos de Vírgenes negras y de
Griales, iban bien sobrados de arquetipos y de sacrosanta
simbología.
¿Buena suerte en los momentos anteriores a la hora violeta?
Yo busco automáticamente con la vista a dos palomas que
paran por el enclave de las Palmeras y que se distinguen del
resto porque están cojitas, la una de las dos patas y la
otra de una sola, son especialistas en devorar migajones de
la tostada, se mueve confianzudas entre las mesas, forman
parte del paisaje urbano y para mí ejercen de talismanes. La
primera vez que vi a una de ellas Antonio López me invitó a
desayunar. A las pocas fechas me volví a topar con la
minusválida y me encontré un euro. La vez siguiente recibí
un paquete que me enviaban de casa. Y vi a las dos juntas y
por vez primera en mi vida había jugado un boleto de números
de nosequé y resulté agraciada con ¡ocho euros! No me lo
podía creer pero a raíz de resultar afortunada decidí no
volver a tentar a la suerte porque podría convertirme en
ludópata.
Todo es singular en este enclave acrisolado y marinero, los
vientos cambiantes, el diseño de los cúmulos nubosos en el
horizonte, el enloquecer de la rosa de los vientos, la
brújula que parece girar a golpe de mojito y de caipirinha,
las palomas cojitranquis que actúan de talismán y la Virgen
de África que contempla cada día el reverbecer de matices
crepusculares y que se queda dormida acunando al Hijo al
apagarse la hora violeta. La hora violeta.
*Dedicado a mi amigo Antonio Gómez que me enseñó a “mirar”
Ceuta
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