Precisamos todas las manos del
mundo para la paz. La de los indignados también. Si hemos de
luchar que sea siempre con verso en ristre. Uno puede estar
ofendido por mil razones, pero ha de ser paciente y
creativo. La paciencia tiene más poder que la fuerza. Por
otra parte, la creatividad requiere tener el valor de
compartir y de desprenderse de uno mismo. Nos hace falta,
sin duda, ser innovadores para ahuyentar la avaricia que nos
come por dentro. Es cierto que la esperanza de poseer más no
conoce límites y que acrecienta una corrupción que debemos
detener con urgencia. Comprendo que algunos ciudadanos
sientan furia por estos desatinos, pero cuidado con
entregarse demasiado a la ira. Hasta la indignación tiene
que ser ética. No vayamos a caer en el oportunismo
alarmante.
Indudablemente, la persona indignada no puede quedarse sólo
en la denuncia, en decir basta, por mucha impotencia que
sienta por sus venas, tiene que ofrecer remedio a los males.
Nuestra lealtad es para las especies y el planeta. Hemos de
sobrevivir todos. Y todos somos necesarios y precisos para
cambiar el orbe. Desde luego, el mayor mal que deshonra al
género humano siempre será la falta de entendimiento, las
guerras en definitiva. El mal triunfa por culpa de la
multitud, por aquellos que lo avivan, pero también por
aquellos que lo consienten y no lo castigan. No es algo
anónimo, surge de algo y de alguien.
Lo más vejatorio es dejarse vencer por la maldad. El ser
humano está llamado a fomentar actitudes nobles, a
comprenderse, a dialogar mucho y a escuchar más. Por eso,
estimo fundamental estar a la expectativa, sobre todo en el
uso de los bienes de la tierra, a comprometernos con el bien
común de toda la familia humana. Tenemos que salir de la
indignación, con la quietud de que la ciudadanía mundial ha
destruido todas las armas, de que la justicia no es
excluyente, y de que la libertad es patria común.
Una opinión equivocada puede ser tolerada donde la razón es
libre de combatirla, dijo Thomas Jefferson. Por desgracia,
nos acorrala una atmósfera de confusión permanente que no
beneficia a nadie. Lo que es peor, genera desorden e injerta
rabia. Para mí, lo más importante es ponernos a trabajar por
la paz, pero de verdad, de modo y manera auténtica. Sin
embargo, parece que hoy en día lo más ético es mostrar la
indignación frente a un mundo tan cruel. Una crueldad que,
como cualquier otro vicio, parte de las propias raíces
humanas, que la única manera de que no enraícen es
desterrándolas del planeta.
Si no nos ponemos manos a la paz difícilmente podemos
cambiar maneras de vivir. Los moradores se indignan ante una
vida amenazada y aplastada por los poderosos, por los
poderes corruptos, por las mafias que no entienden de éticas
morales, por la obsesiva competitividad que llega a ser algo
enfermizo. El hombre compitiendo contra el hombre. El hombre
sin derechos humanos frente al poder. El hombre sobrecogido
por el hombre mismo, que es un esclavo de la maquinaria
imperial. En cualquier caso, creo que debemos sobreponernos
a cualquier indignación y ponernos a pensar en la
colectividad. Establecerse en la indignación sin avanzar
también desestabiliza. Uno podrá estar en desacuerdo e
indignarse por los acontecimientos injustos del momento,
pero tampoco es lícito cargarse el Estado de Derecho. Hay
que actuar bajo los resortes democráticos por muy incómodos
que nos hallemos, y, en todo caso, mal que nos pese tampoco
puede prevalecer el “yo” de los indignados sobre el
“nosotros” de la sociedad que sí acata la legalidad vigente.
Una ley debe ser ley porque es justa, y si no lo fuere, más
que indignarse, debemos ponernos a trabajar para
modificarla.
La ley primera y primaria, que a todos nos incumbe, es la de
sembrar paz. Amparar el Estado de Derecho es esencial para
que el mantenimiento de la concordia entre culturas sea
eficaz, lo que exige reforzar los sistemas de una justicia
independiente, de unos gobiernos transparentes y de una
economía humanizadora. Quedarse, pues, en la indignación
porque sí y aletargarse en esa indignación, apenas va a
servir de nada. A propósito, será bueno reflexionar sobre
ese imprescindible Estado de Derecho, que el personal de paz
de las Naciones Unidas celebra el 29 de mayo. Ellos, que
saben lo que es dar la vida por la paz, son los mejores
guías para sacarnos de esa indignación que parece haberse
puesto de moda.
Es verdad que el mundo del mañana ya no puede pensarse igual
que el de ayer. Esta toma de conciencia universal es la que
nos hará progresar. Al dolor, a la pena, a la indignación,
debemos entre todos darle una respuesta de paz. Ahora bien,
la solución del pasado tampoco sirve para el mundo presente.
Nos hemos para bien o para mal globalizado. Y desde esa
globalización, de forma unitaria, mancomunada si se quiere,
han de brotar los pensamientos que nos lleven al cambio. No
podemos esperar más. Cada día se suman más indignados al
tren del desconcierto. La crisis actual nos obliga a todos a
poner los cimientos de una nueva gobernanza mundial. Nadie
puede quedar al margen de nada. Es mucho lo que tenemos que
hacer y hemos de hacerlo unidos. El mercado no puede imponer
las normas, son las personas las que tienen que proponerlas
y luego aprobarlas. La justicia tiene que hacer justicia y
acabar con los corruptos, con los paraísos fiscales, con el
capitalismo deshumanizador. La tarea es grandiosa pero hay
que realizarla. Querer es poder. No hacer nada, dejarnos
llevar por el desconsuelo, caer en una crónica indignación,
es otro cáncer más. Por consiguiente, manos a la acción,
sabiendo -como dijo Amado Nervo- que hay algo tan necesario
como el pan de cada día, y es la paz de cada día; la paz sin
la cual el mismo pan es amargo. Para conseguirlo, o
caminamos todos juntos o nunca hallaremos la armonía.
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