Estos días y tras el brutal pero
calculado atentado del pasado 28 en la capital turística de
Marruecos solo cabe decir que, de algún modo, todos somos “marrakchíes”.
Más que duras condenas, sirvan estas líneas de solidaridad y
simpatía con las víctimas y la castigada ciudad, que intuye
como su principal y floreciente recurso económico, el
turismo de viajes y residencial (en Marrakech residen unos
veinte mil extranjeros), puede verse seriamente afectado. La
principal lección es no caer en el chantaje terrorista; no
dejarse intimidar; que no nos marquen el calendario. Debemos
ser fuertes de ánimo y “acostumbrarnos” cada vez más a
convivir en todo el mundo con la letal amenaza terrorista
que puede, de vez en cuando, golpear con su sangrienta firma
aquí y allá. Disfruté en enero de unos pequeños días de
asueto en Marrakech y paseando con mi familia por la
colorista y popular plaza Jamaâ El-Fna, “El lugar del
encuentro infinito”, comentaba con mi esposa, natural del
país, lo fácil que suponía pese a la presencia policial (hay
in situ una comisaría) provocar un atentado con amplio eco
mediático y desestabilizadoras consecuencias.
Lamentablemente, tal presagio se convirtió en una cruda
realidad el pasado jueves tras la explosión, parece que a
distancia, en el café - restaurante Argana.
A la espera aun de una reivindicación del atentado, que se
está haciendo esperar, parece demasiado cómodo colgársela
por definición al conglomerado de Al-Qaïda, o Al-Qaïda en el
Magreb Islámico (AQMI), sea quien fuere esta organización
criminal salafista-yihadista. No acabo de entender eso de
que el atentado de Marrakech “lleva la firma de Al Qaïda”...
En un primer análisis, parece evidente por un lado que de
tratarse de AQMI, sus planificadores (ningún atentado es al
azar) consiguieron tres objetivos: el primero, salir de su
tradicional escenario argelino y del Sahel; en segundo
lugar, apuntar a víctimas no musulmanas como son la mayoría
de las personas asesinadas; finalmente, demostrar que el
odiado Reino de Marruecos (firme aliado de Occidente) está
en la mira y es vulnerable. Otro dato a tener en cuenta es
la fecha del atentado, a escasos días del simbólico 1 de
mayo en el que las fuerzas sociales que se han ido
aglutinando tras el movimiento del 20 de febrero esperaban
echar el resto manifestándose a favor de una reforma en
profundidad del cuestionado régimen del Majzén, apoyando una
monarquía constitucional en la que el joven soberano Mohamed
VI siguiera reinando con unas prerrogativas ampliamente
recortadas. También cabe preguntarse por el envenenado
soporte logístico que puede encontrar el terrorismo de
matriz islamista en Marruecos: tras ya una década viviendo y
viajando por el país, mis apretadas notas de campo apuntan a
que al menos entre un 5 y un 10% de la población (entre 1,7
y 3,4 millones de personas incluyendo a los MRE, los
marroquíes de la emigración) simpatizaría con las
fanatizadas tesis del salafismo yihadista, lo que supondría
un minoritario pero significativo y preocupante semillero de
apoyo a la causa global del terrorismo islamista.
Ni la fenomenología del terrorismo es tan sencilla ni, mucho
menos, los atentados nunca son lo que parecen. ¿Quién está
realmente detrás…? El campo de incertidumbre es amplio. En
Marruecos, los atentados de 2003, 2007 y ahora 2011 llevan
cada uno su particular casuística. Por ello planteo un
titular con interrogación indirecta, tirando del viejo
racionamiento popularizado por Séneca (tragedia de Medea) y
Cicerón, preguntándome como siempre en este caso… Quid
prodest?: en realidad…, ¿a quién es útil, a quién beneficia
(más) el atentado de Marrakech…? Saque cada uno su lectura.
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