El viernes estuve comiendo en un
restaurante estupendo. En Ceuta, hay varios que merecen ese
adjetivo. El maître del establecimiento, del restaurante a
que me refiero, es un estudioso de los vinos. Lleva muchos
años dedicado a interesarse por ellos y a fe que se le notan
sus conocimientos. El viernes, cuando el maître se pudo
tomar un respiro, le recomendé un libro sobre vinos, tan
bien escrito como ameno y cuya lectura permite saber de la
historia del vino que se remonta a la época de los egipcios,
los sumerios y los romanos, allá en las regiones vitícolas
de la antigüedad mediterránea.
Uno, que ha nacido en una zona de vinos por excelencia, como
es el marco de Jerez, sabe que el vino fino adquiere su
esplendor en El Puerto de Santa María; la manzanilla en
Sanlúcar de Barrameda, y el oloroso en Jerez de la Frontera.
Y recuerdo que muchas fueron las veces que escuché
atentamente las explicaciones de un catador de vinos, amigo
de la infancia, que nos decía que para el hombre medieval,
el vino o la cerveza no eran un lujo, eran una necesidad. Ya
que las ciudades ofrecían un agua impura y con frecuencia
peligrosa. Y al desempeñar el papel de antiséptico, el vino
fue un elemento importante de la rudimentaria medicina de la
época. Así que se mezclaba con agua para hacerla bebible. Y,
naturalmente, afirmaba él, pocas veces se bebía agua pura,
al menos en las ciudades.
Por tal motivo, nunca me sorprendió lo que escribiera al
respecto el erudito británico Andrew Boorde, en el
siglo XVI: “El agua sola no es sana para un inglés”. Ni
tampoco que Pasteur, el creador de la medicina
moderna, calificase al vino como “la más sana e higiénica de
las bebidas” Y es que el agua era transmisora de pestes
colectivas como el tifus, el cólera, los parásitos, la
hepatitis, etc. Además, el hombre necesitaba inexorablemente
consumir diariamente un determinado volumen de líquidos. El
vino era, pues, básicamente un producto de consumo de
primera necesidad. Hoy ya no es así, y el vino se ha
transformado como concepto en un producto de prestigio a
quien lo conoce y lo sabe utilizar correctamente.
El maître al que aludo, que sabe escuchar tan bien como
conversar, no tuvo el menor empacho en decirme que se me
olvidaba destacar otra cualidad del vino. La que hace
posible que las personas sean mejores. Y comenzó a enumerar:
el vino convierte en espléndido a los avaros; hace que los
tímidos se sientan a gusto; convierte a los egoístas en
generosos; los malos parecen buenos, y hasta los hay que con
cuatro copas dan muestra de una generosidad que jamás se les
habría ocurrido estando sobrios. Y finalizó diciendo que
podría seguir haciéndole el artículo al vino.
Es entonces, cuando se me vino a la memoria lo que decía
Pla, escritor catalán: Bien mirado, quizá hay sólo otra
fuerza capaz de producir los mismos efectos que se le
atribuyen al alcohol: es el ejercicio de la vanidad
personal. El hombre –o la mujer- que no puede satisfacer su
misterioso deseo de vanidad, se vuelve triste, duro,
malvado, resentido. Y esto en cualquier grado de la vanidad
que pueda producirse. El hombre –o la mujer- que ve
satisfecha su ansia de vanidad se esponja, se le licua el
siempre durísimo cristal de resentimiento potencial que
llevamos dentro y es capaz de sentir ternura. Lo que no dijo
Pla es que beber vino malo causa efectos contrarios. Y,
naturalmente, nada buenos.
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