Hace nueve días, más o menos,
José Mourinho les parecía un dios a aquellos a los que
ahora les parece una fiera, un impresentable, un señor que
no sabe perder y que está ensuciando el nombre del Madrid.
La gente es veleidosa.
Hace nueve días, más o menos, en Valencia, Mourinho
consiguió que el Madrid volviera a ganar la Copa del Rey,
después de haber estado dieciocho años sin conseguirla. Y si
no lo pasearon a hombros por la plaza de Cibeles, fue, sin
duda alguna, porque el portugués sabía que podía quedarse
emasculado, debido a los inevitables tocamientos y tirones
en partes tan sensibles como importantes, y rehusó el
ofrecimiento.
Hace nueve días, más o menos, los críticos deportivos
elogiaron, incluso con desmesura, el sistema táctico
empleado por el entrenador madridista; festejaron el orden,
las misiones concretas, la intensidad con la que jugaron sus
futbolistas, los marcajes severos a que fueron sometidas las
figuras adversarias, y el enorme poderío físico de un equipo
que supo acollonar al conjunto azulgrana.
Hace nueve días, más o menos, Florentino Pérez se
fundió en un abrazo con su entrenador: un técnico que había
sido capaz de ganar el primer título cuando apenas llevaba
nueve meses en el club. Y que, además, se lo había disputado
al Fútbol Club Barcelona; el más grande equipo que existe en
el mundo, actualmente.
Pues bien, entonces, es decir, cuando se jugó ese partido en
Mestalla, dos cosas me llamaron la atención: una, la
metedura de pata de Pepe, con sus cortes de manga a
los aficionados catalanes; otra, la iracundia que reflejaba
la cara del presidente de la Federación Española de Fútbol,
Ángel María Villar. Se le veía al vasco que estaba a
disgusto y que, de haber podido, habría abandonado el palco
deprisa y corriendo para no presenciar la alegría de los
jugadores madridistas.
El improcedente gesto de Pepe, celebrando el gol de
Cristiano Ronaldo, me hizo pensar en lo siguiente: más
pronto que tarde Pepe acabará pagando con creces su
manifestación grosera. Y, naturalmente, no había otra
ocasión más a mano y mejor que un partido de Copa de Europa
frente al rival de moda y por el cual se beben los vientos
tanto Villar como Platiní, presidente de la UEFA y
reconocido enemigo público del equipo blanco.
Platiní y Villar tal vez pertenecen a esa clase de hombres a
los que Ignacio Ruiz Quintano, columnista del ABC,
llama indecisos. Y que suelen estar caídos de boca por
Pep Guardiola en la misma medida que sienten aversión
hacia José Mourinho. Así, quizá forman parte ambos de ese
grupo distinguido, y amanerado, que ve en Guardiola el tipo
perfecto como para cambiarse de acera si las circunstancias…
Y es que el entrenador del Barça, amén de ser brillante como
técnico, es dulce, apacible, discreto, prudente, y cada vez
que abre la boca es para hacerle un monumento a la falsa
modestia. A un hombre así, catalán fetén y tan tierno, con
la delicadeza de un galán, el tacto de un diplomático y el
calor afectuoso y real de un panadero (gracias, Alvite),
quién es capaz de negarle el cambio de árbitro y la
expulsión de Pepe: un tipo renegrido, tan feo o más que
Picio, y cuyo entrenador es lo más parecido a Maquiavelo.
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