Cada día son más las personas que
viven en una silenciosa desesperación. Sus miradas, que no
se pueden ocultar, nos hablan de corazones rotos. Han
perdido toda esperanza. Lo único que acrecientan son las
bolsas de pobreza y las estadísticas del desempleo. Todo a
su lado se mueve en el terreno de la indecencia. Políticas
que no les considera. Justicia social que nunca llega.
Prestaciones sociales que no reciben. Humanidad que no les
mira ni a la cara. Crecimientos insostenibles que excluyen y
aumentan la desigualdad. Compromisos que no pasan del papel.
A cuenta de los pobres y marginados crece mucho egoísmo y
mucha codicia. El engaño se merienda a todos los pobres
frecuentemente. Sólo hay que mirar y ver la desbordante
riada de personas desmoralizadas, que no encuentran
compasión, en una sociedad que se dice justa y humana.
La cruz de los más pobres nadie quiere llevarla, y, lo que
es peor, ni ayudar a soportarla. No es un signo de
distinción. Tampoco de poder. Somos una sociedad que vamos
de simulación en simulación. La hipocresía ciudadana es tan
fuerte que es un nido de maldades. Celebramos la exclusión
de la pobreza y, al ver un pobre, cambiamos de calle para no
encontrárnoslo y sentir su desaliento. Somos así de falsos.
¿Qué podemos celebrar cuando medio mundo se desespera y, el
otro medio, actúa con una frialdad de piedra?. El
abatimiento de estas gentes sí que es una auténtica
procesión, sí que es un verdadero calvario, que, cuando
menos, debiera hacernos reflexionar al resto de los
mortales, aunque sólo fuera por un día, pero que lo fuera en
verdad.
Esas miradas de desesperación nos exige seguir trabajando en
la lucha por lograr un mundo de igualdad. O mejor dicho, nos
requiere estar al servicio de la persona. Evidentemente, por
mero principio universal todo ha de girar al auxilio de la
especie. Los distintos gobiernos y sus instituciones deben
estar al servicio de los ciudadanos; los docentes al
servicio de sus alumnos; los médicos al servicio de los
enfermos... Es un modo de dejar que se manifieste ese amor
que todos nos merecemos de todos. No basta con dar migajas
para tranquilizar la conciencia, es preciso actuar contra un
sistema que, por si mismo, genera pobreza y exclusión.
Precisamente, los que tienen todas las papeletas de la
opresión siempre son los pobres. Los ricos se inventan
batallas y son los pobres los que mueren. Los ricos entran
en crisis, pero son los pobres los que la sufren. Los ricos
se congregan, mientras a los pobres se les aísla explícita o
implícitamente. No tienen voz, ni derechos, vaya que los
pobres entren en razón y se les acabe el negocio a los
ricos. Hasta el punto que el día que la mierda tenga algún
valor, -como dijo Gabriel García Márquez-, los pobres
nacerán sin culo. La verdad que cuesta comprender que se
hable de una sociedad floreciente, avanzada, cuando gran
parte de sus ciudadanos malviven en un mar de desdichas e
infelicidades. El día que los pobres se emancipen de los
ricos serán, desde luego, mucho más felices.
La verdadera felicidad es darse cuenta que los ricos no son
importantes para el planeta. Uno es feliz sí sabe vivir,
sobre todo para los demás. Ahí radica la verdadera reforma
social que el mundo necesita, sólo se puede redimir a las
clases inferiores de la miseria, desde la donación de la
persona, sea rica o sea pobre, da igual. Lo fundamental es
hacer felices a los que nos rodean, a los nuestros y a los
que no son de los nuestros. Por eso, hace tiempo que me
interesan las miradas, mucho más que el abecedario de las
palabras, puesto que son el lenguaje del alma. Un amor con
hechos siempre parte del corazón. El primer beso siempre es
visual. Se dice que todo entra por los ojos, el desánimo
también. Y es ahí, en ese desfallecimiento de la persona,
donde cada uno de nosotros podemos (y debemos) intervenir.
Las penas compartidas siempre se sobrellevan mejor. Lo
nefasto de la situación es que nadie quiere compartir nada
con nadie. Que se lo digan a esas masas de refugiados árabes
que encuentran las puertas europeas cerradas, porque el
egoísmo nacional es el que impera, en lugar del apoyo a las
revueltas democráticas como se dice con la boca llena de
retóricas palabras, que no pasan de ser una tomadura de pelo
y, por consiguiente, una decepción más.
Esta sí que es una auténtica procesión de dolor, sólo hay
que observar la mirada de estas gentes desesperadas, que
deambulan de acá para allá, sin encontrar cobijo. Como si no
fueran de Dios. Quizás lo sean más que nosotros, los que
vivimos en el mundo de la opulencia. Abramos el corazón a
sus lágrimas. Bebamos parte de sus lágrimas que son parte de
nuestra culpa. Es necesario acoger a quien quiere entrar en
nuestro hábitat. Por supuesto, respetando las reglas. No es
cuestión de caridad, sino de derechos humanos. Tampoco
depende de que el país sea rico o pobre, la pobreza subsiste
por la discriminación y el acceso desigual a los recursos.
Hay personas que jamás han tenido oportunidades de empleo y
trabajo decente. Muchos sobreviven en la economía sumergida.
Otros ni pueden sobrevivir porque tienen los días contados.
Frente a esta desoladora estampa, deberíamos preguntarnos:
¿Por qué no se derriban las barreras que impiden a los
pobres salir de su estado de pobreza? Se habla de la opción
preferencial por los pobres, pero no pasa de ser una mera
declaración de intenciones. A los pobres se les sigue
humillando por doquier y, la pobreza, continua siendo causa
de sufrimientos intolerables que hemos de combatir con
dureza. Por otra parte, qué bueno sería que los ricos
tuviesen una pobreza para abrazar, o sea, una invitación a
una vida más generosa, que evite el derroche y respete el
medio ambiente.
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