El domingo, tal vez porque
caminando, muy de mañana, me llegó un fuerte olor a azahar y
me hizo caer en la cuenta de que los naranjos habían
comenzado a estar en flor; quizá a que cuando estaba leyendo
los periódicos se me preguntó si me apetecía desayunarme una
torrija, o bien motivado por la lectura de una columna de
Antonio Burgos, se acumularon de golpe en mi mente
innumerables recuerdos de muchos domingos de Ramos.
Los domingos de Ramos de mi niñez están repletos de
vivencias. De vivencias taurinas. Por ejemplo: no era
concebible un Domingo de Ramos en mi pueblo sin que hubiera
una espectacular corrida de toros. Y así pude ver a grandes
maestros de la época: Antonio Bienvenida, Domingo Ortega,
Gitanillo de Triana, Paquito Muñoz, etc.
Los domingos de Ramos de mi niñez eran días donde los
campesinos bajaban al pueblo estrenando zapatos y regresaban
a sus parcelas con ellos colgados al hombro, porque las
rozaduras les impedían andar. Poco trabajo me cuesta hoy,
Domingo de Ramos, cerrar los ojos y volver a ver aquellas
escenas que no dejaban de ser tragicómicas.
En las vísperas de un Domingo de Ramos me fui derecho a la
capilla donde estaba la virgen predilecta de mi madre y a la
que ella me había llevado muchas veces a rezarle. Y le
estuve pidiendo, durante un tiempo interminable, que la
protegiera de una enfermedad que venía a por ella.
Otro Domingo de Ramos me enfrenté a la virgen, considerada
milagrosa, para echarle en cara el que se hubiera olvidado
de mi petición. Le dije de todo. Y frente a Ella permanecí
tanto tiempo, pidiéndole explicaciones, que acabé tan
rendido que perdí el sentido del tiempo y, naturalmente, la
fe.
Un Domingo de Ramos vi a Lola. Hija de una modista, iba
ella, vestida de dulce y llevaba, como repartidora que era
en ese momento, una caja de madera, cubierta de gutapercha y
su asa de cuero, para entregar un vestido hecho por su
madre. Lola y yo disfrutamos durante un tiempo de las
ilusiones de nuestra juventud.
Un Domingo de Ramos regresé a la iglesia donde seguía
estando la virgen milagrosa para hacer las paces con Ella,
si a cambio le evitaba el quirófano a la niña de mis ojos.
En esta ocasión, la virgen milagrosa atendió mis ruegos. Aun
así, jamás volví a creer en Ella de la misma manera que
creía cuando iba a rezarle acompañado de mi madre.
Pero sería absurdo negar que cuando llega la Semana Santa no
afloran mis recuerdos de cuando yo vivía intensamente el
paso de las procesiones por el itinerario establecido.
Mentiría si no dijera que los desfiles procesionales me
emocionaban hasta conseguir un reguero de lágrimas tan
gruesas como granizos. Mas esa emoción, la que despertó en
mí, a edad temprana, la Semana de Pasión, se vino abajo en
un momento determinado. Y, por más que lo he intentado,
jamás he vuelto a recobrarla.
Aunque sigo de cerca los avatares de las personas que viven
con sumo entusiasmo todo lo que concierne a la Semana Santa.
Y bien que me gustaría sentir lo que ellas sienten en estas
fechas. Pero hay sentimientos que cuando se enfrían cuestan
lo indecible para que vuelvan a florecer. No obstante, sigo
implorando que el mal tiempo no haga llorar a ningún
cofrade.
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