Que sean portuguesas las dos
columnas con las que el Real Madrid trata de hacer frente al
poderío del FC Barcelona han conseguido desatar los nervios
de quienes siempre han mirado a los portugueses por encima
del hombro. No hace falta más que repasar la Historia para
darnos cuenta de cómo el español, de cualquier clase social,
se ha sentido siempre superior a cualquier portugués.
Semejante desprecio hacia un país tan próximo y que ha
compartido con nosotros tantas situaciones políticas,
sociales, culturales y económicas, parece que no tiene el
menor sentido. Pero la realidad es contundente: existe un
odio atávico hacia los portugueses. Un sentimiento malsano
que atraviesa fases de adormecimiento pero que, en cuanto
surge la ocasión propicia, brota con una contundencia que
causa malestar y miedo a partes iguales.
La llegada de Cristiano Ronaldo al Madrid, la
temporada pasada, hizo posible que ese sentimiento profundo
de repulsión contra lo portugués se manifestara en toda su
plenitud. Con una fuerza inusitada. Cualquier gesto de CR,
cualquier desplante, era tachado, y sigue siendo así, de
arrogancia, con una celeridad pasmosa. Y a partir de ahí en
todos los campos se ha puesto de moda ese gritar a coro lo
de ¡Cristiano muérete! Una maldición que se ha hecho más
insistente a medida que los aficionados han ido comprobando
que a Cristiano, amén de no amedrentarse con los gritos que
le desean una desgracia, semejante actitud le ha servido
para crecerse y ser más Cristiano todavía.
Cristiano, además de ser portugués, ha de soportar otra
cruz: es la de ser triunfador, alto y guapo y no ir por la
vida dando lecciones de humildad. Y en esta España nuestra
es harto sabido que se admite solamente que alguien sea
bueno en algo siempre y cuando sea feo y hable como hablaba
aquel santo que trataba como hermanos a los animales.
Pues bien, si con la presencia de Cristiano en España, y
sobre todo en el Madrid, el mal ambiente contra los
portugueses había alcanzado lo que nos parecía el punto
culminante de una actitud grotesca, qué decir de lo ocurrido
con la llegada de José Mourinho a España, convertido
ya en un entrenador legendario y que poco tiene que ver con
aquel ayudante que estuvo en el Barcelona haciendo también
de intérprete del inglés Bobby Robson.
Con Mourinho, dirigiendo al Madrid, se han desatado ya todas
las pasiones habidas y por haber en su contra. La causa
principal es que tampoco cumple el requisito que ha de
cumplir cualquier persona inteligente: la de ser feo. Y,
naturalmente, cómo se atreve el portugués a darnos lecciones
de nada en una España donde lo que mola, por encima de todo,
es la forma de ser de Guardiola. El cual debió hacer
muy buenas migas con Butragueño, como Dios manda,
cuando ambos eran compañeros de selección.
Guardiola es el clásico nacionalista catalán que se expresa
como un cura -no soy anticlerical- y que bisbisea cosas muy
agradables para unos periodistas que se sienten inseguros
ante Mourinho. El sábado pasado, después del partido y
durante la conferencia de prensa en el Bernabéu, Guardiola
se entretuvo en abrir con la boca una botella de agua
mineral. Un detalle de buena costumbre (!) catalana.
Costumbre que me produjo vergüenza ajena. En cambio, tanto a
Guardiola como a Messi se le permite todo. Son tan
humildes…
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