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OPINIÓN - SÁBADO, 16 DE ABRIL DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

La Segunda República
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Esta semana, concretamente el jueves, se ha celebrado el 80 aniversario de la proclamación de la Segunda República. Y aunque parece que los escritos referentes a este régimen han descendido, los ha habido para todos los gustos. Eso sí, algunos, de entre los que he leído, no había por dónde cogerlos.

El nacimiento de la Republica fue ejemplar. Y este nacimiento, además, fue recibido con alborozo, con poca discordia, sin apenas heridas, ni apenas dolores. En Madrid, ese 14 de abril de 1931, según cuentan los periódicos de la época, la gente se abrazaba por la calle, cantaba, dada vivas a España y comenzaba a pensar en que a partir de entonces todo sería diferente.

Es decir, que la unión del Estado y la nación, en apenas nada, se convertiría en una democracia que vendría a poner fin a una monarquía, definida así por Ortega y Gasset, en su momento: Era una sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público, o sea, de lo decisivo en España. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación; eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia. Ni que decir tiene que tales grupos no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en comunidad de destinos, sino que era la nación la que en la hora decisiva tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares.

Los monárquicos, sin embargo, opinaban que la Monarquía de Alfonso XIII era una fórmula que todavía no había dado de sí todos los resultados políticos que se podían esperar de ella; que podía crear nuevas formas de convivencia política y social que no hicieran necesaria la arriesgada aventura republicana que hirió unos sentimientos muy extendidos de tipo religioso y que realizó la reforma de las Fuerzas Armadas con un aire agresivo sin comprender el espíritu burocrático del Ejército, que hubiera podido adaptarse a un cambio de régimen sin conatos de sublevación. A buena hora mangas verdes, se acordaban los monárquicos de que Alfonso XIII estaba decidido a evolucionar políticamente.

Siete meses más tarde, una república sin republicanos y hasta cierto punto es verdad, porque los partidos republicanos históricos nunca lograron reponerse de las divisiones y desilusiones que marcaron la Primera República y los que surgieron después no tenían el suficiente rodaje, se vio cercada por innumerables enemigos. Máxime cuando Manuel Azaña, el hombre fuerte del gobierno, se tuvo que enfrentar a muchos problemas; si bien cuatro eran de suma gravedad y urgía afrontarlos: la reforma militar, las autonomías regionales, el problema obrero -reforma agraria-, y la cuestión religiosa.

A partir de ahí, todo fue ya un calvario para los gobernantes republicanos. Debido a los enfrentamientos entre extremistas de ambos bandos. A los que se unieron las actuaciones de los anarquistas, obsesionados con una revolución; de los socialistas que desconfiaban de los gobernantes burgueses; de los nacionalistas y, por si fuera poco, surgió la Falange y los militares, en su segunda sublevación, propiciaron la Guerra Civil. España acabó sumiéndose en una desdicha. Y pocos españoles de aquella generación están libres de culpa. De los que hemos actuado en política, ninguno. Dijo Indalecio Prieto.
 

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