Esta semana, concretamente el
jueves, se ha celebrado el 80 aniversario de la proclamación
de la Segunda República. Y aunque parece que los escritos
referentes a este régimen han descendido, los ha habido para
todos los gustos. Eso sí, algunos, de entre los que he
leído, no había por dónde cogerlos.
El nacimiento de la Republica fue ejemplar. Y este
nacimiento, además, fue recibido con alborozo, con poca
discordia, sin apenas heridas, ni apenas dolores. En Madrid,
ese 14 de abril de 1931, según cuentan los periódicos de la
época, la gente se abrazaba por la calle, cantaba, dada
vivas a España y comenzaba a pensar en que a partir de
entonces todo sería diferente.
Es decir, que la unión del Estado y la nación, en apenas
nada, se convertiría en una democracia que vendría a poner
fin a una monarquía, definida así por Ortega y Gasset,
en su momento: Era una sociedad de socorros mutuos que
habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder
público, o sea, de lo decisivo en España. Esos grupos
representaban una porción mínima de la nación; eran los
grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la
aristocracia de sangre, la Iglesia. Ni que decir tiene que
tales grupos no se sentían nunca supeditados a la nación,
fundidos con ella en comunidad de destinos, sino que era la
nación la que en la hora decisiva tenía que concluir por
supeditarse a sus intereses particulares.
Los monárquicos, sin embargo, opinaban que la Monarquía de
Alfonso XIII era una fórmula que todavía no había dado de sí
todos los resultados políticos que se podían esperar de
ella; que podía crear nuevas formas de convivencia política
y social que no hicieran necesaria la arriesgada aventura
republicana que hirió unos sentimientos muy extendidos de
tipo religioso y que realizó la reforma de las Fuerzas
Armadas con un aire agresivo sin comprender el espíritu
burocrático del Ejército, que hubiera podido adaptarse a un
cambio de régimen sin conatos de sublevación. A buena hora
mangas verdes, se acordaban los monárquicos de que Alfonso
XIII estaba decidido a evolucionar políticamente.
Siete meses más tarde, una república sin republicanos y
hasta cierto punto es verdad, porque los partidos
republicanos históricos nunca lograron reponerse de las
divisiones y desilusiones que marcaron la Primera República
y los que surgieron después no tenían el suficiente rodaje,
se vio cercada por innumerables enemigos. Máxime cuando
Manuel Azaña, el hombre fuerte del gobierno, se tuvo que
enfrentar a muchos problemas; si bien cuatro eran de suma
gravedad y urgía afrontarlos: la reforma militar, las
autonomías regionales, el problema obrero -reforma agraria-,
y la cuestión religiosa.
A partir de ahí, todo fue ya un calvario para los
gobernantes republicanos. Debido a los enfrentamientos entre
extremistas de ambos bandos. A los que se unieron las
actuaciones de los anarquistas, obsesionados con una
revolución; de los socialistas que desconfiaban de los
gobernantes burgueses; de los nacionalistas y, por si fuera
poco, surgió la Falange y los militares, en su segunda
sublevación, propiciaron la Guerra Civil. España acabó
sumiéndose en una desdicha. Y pocos españoles de aquella
generación están libres de culpa. De los que hemos actuado
en política, ninguno. Dijo Indalecio Prieto.
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