A mí me gustan mucho las series
policíacas hechas por los estadounidenses. Por lo tanto,
suelo verlas cada vez que puedo. No hace falta decir que
llevo un saco de años sentándome ante el televisor cuando
percibo que la serie puede ofrecerme el suficiente
entretenimiento como para que yo acceda a dejar de hacer
otros menesteres que también puedan agradarme.
Las series policíacas, realizadas en Estados Unidos, me
sirvieron en su momento para darme cuenta de algo que se
repetía con frecuencia en los filmes y que no ha dejado de
suceder. En bastantes ocasiones, el violador, por ejemplo,
era rubio y de ojos azules; cuando el delincuente era negro,
y blanco el detective que lo perseguía, la cosa estaba
clara: el jefe de la policía también era negro. Lo cual,
sabiendo que en la sociedad estadounidense hay ciudadanos de
origen polaco, irlandés, italiano, africano o hispánico,
contribuía a no dar una visión negativa de las minorías.
Era la mejor manera de poner fin a las recordadas películas
del oeste, en la que los indios caían abatidos a montones
bajo los aplausos frenéticos de la chiquillería y de no
pocos adultos convencidos de que sólo había una raza por
encima de todas las demás: la blanca.
Años atrás, leyendo un ensayo sobre identidades, comprobé
que yo había entendido perfectamente las razones que el
cine, a través de las series policíacas, tenía para que los
asesinos fueran blancos, ojizarcos y rubios, los
delincuentes negros, los policías blancos y negros sus
jefes.
Era una forma, por medio del tirón del cine, de tratar de
quitar fuerza a los prejuicios raciales, étnicos o de otro
tipo, con más o menos fortuna, pero sin duda con la idea de
que ningún americano se sintiera ofendido por lo que veía u
oía. Mensaje loable, aunque a veces contribuyera a provocar
efectos contrarios entre personas que no estaban dispuestas
a comprender lo que estaba pasando.
Pues bien, actualmente, y a pesar de que el cine sigue
enviando mensajes a fin de favorecer la convivencia, mucha
gente, presa del vértigo, renuncia a comprender lo que está
pasando. Se niegan a aportar su contribución a la emergente
cultura universal porque han decidido definitivamente que el
mundo que los rodea les desagrada en extremo.
Son personas que sienten la tentación de encastillarse en su
papel de víctimas de cuantas cosas ellas creen que son
contrarias al mundo que han vivido, hasta hace nada, y en el
cual se han sentido poderosas. Personas que no dudan en
proclamar que se sienten expoliadas, y nos dicen que sufren
muchísimo, y, claro, muchas de ellas reaccionan pintándonos
un futuro estremecedor.
Vayamos con el siguiente ejemplo: Aróstegui, debido al mucho
padecimiento que dice ocasionarle las divergencias entre las
dos culturas que conforman nuestra realidad social, no tiene
el menor inconveniente en divulgar que él y Mohamed Alí son
los únicos capaces de fusionarlas. Y, metido ya en faena,
nuestro hombre no se para en barras. Y asegura que Alí y él
están preparados para meter en cintura a Mohamed VI.
Pues la dramática realidad es que en Ceuta sólo se hace
aquello que tolera el Rey de Marruecos, independientemente
de que coincida, o no, con nuestros intereses, afirma Juan
Luis. Mohamed VI debe estar ya reunido con sus asesores. Con
el canguelo a cuestas. Ante lo que se le avecina.
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