Carmen Echarri llegó al
periódico como becaria. A la par que lo hicieron otras y
otros de la misma promoción. Pronto nos dimos cuenta en la
redacción de que ella era la menos preparada en todos los
sentidos. Los demás, que eran cuatro o cinco periodistas, la
aventajaban en todo.
Un día, el editor me llamó a su despacho para decirme que
tenía decidido prescindir de ella, porque los informes que
había recibido del director eran malos de solemnidad. Y a
mí, que siempre me ha gustado ponerme de parte de los más
débiles, me dio por recomendarle que le diera nuevas
oportunidades a una pamplonica que había llegado a Ceuta
para abrirse camino en la profesión.
Lo primero que hizo Carmen Echarri, nada más enterarse de
que no gozaba de la confianza del director ni del editor,
fue hacerse la víctima. Y principió a decir que no era bien
tratada por los compañeros que compartían domicilio con
ella. Que se sentía vejada a cada paso.
No conforme con esas denuncias, debido a que no conseguían
cambiar la opinión que de ella se había formado el editor
del periódico añejo, Carmen decidió que había que echarle
más drama al asunto. Y rara era la semana en la cual no le
daban varios soponcios seguidos. Desmayos que la llevaban al
suelo y allá que acudían prestos a auxiliarla todos los
componentes de la redacción. Todos, menos yo. Que me había
percatado de que aquella becaria, nacida en Pamplona,
trataba de tomarnos el pelo simulando indisposiciones
repentinas para convertirse en el centro de la atención de
los jefes. Y éstos, como no podía ser de otra manera,
cayeron en la trampa. Con lo cual seguimos asistiendo a
muchos patatús de la becaria navarrica.
Los síncopes de Carmen Echarri duraron hasta que el
editor del periódico añejo, condolido por los achaques de la
muchacha, le aseguró que tenía un puesto asegurado en el
medio. A partir de ese momento, jamás volvió a desfallecer y
su salud se hizo de hierro. Tan de hierro como para quedarse
noches enteras durmiendo en el habitáculo del director, a
fin de que al día siguiente la viera el hombre de confianza
del editor y corriera a contarle a éste los desvelos de la
criatura por la empresa.
Lo demás vino rodado. De la noche a la mañana, y ante la
dejadez de quienes hacían de directores, que estaban
deseando cambiar de empleo, Carmen se convirtió en algo
parecido a la señorita Rottenmayer. Lo fisgoneaba
todo y luego, con celeridad pasmosa, corría a informarle al
editor de todo cuanto ocurría en la empresa.
A medida que pasaba el tiempo, y ya como directora, se
volvía más desconfiada. Y salió a relucir su forma de ser:
fuerte ante los débiles y acojonada ante quienes sabían
ponerla en su sitio. Había que verla llorar el día en que el
editor le comunicó que había contratado, otra vez, a Luis
Manuel Aznar. Y de qué manera trató de ganarme para que
yo le prestara ayuda.
Ahora me cuentan que su inestabilidad ha hecho posible que
en el periódico varios empleados, tras sentirse acosados,
han tenido que darse de baja y someterse a tratamiento
psicológico y recibir atenciones relacionadas con la
enfermedad que padecen. Así, el periódico añejo acabará
siendo un lugar insalubre. Si no lo es ya. Y se convertirá
en una casa de locos. De modo que bien haríamos en
prepararnos para esa posibilidad.
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