Se ve y se palpa en el viento que
Ceuta es cofradiera y semanasantera, será que la Semana
Grande, la piel de nuestra tierra, adquiere la calidad
sedosa de la alternancia levante-poniente, cada cual con su
mágico despliegue de nubes “ad-hoc”. Pero miro y remiro y no
veo carteles de “Exaltación de la mantilla” un evento casi
místico que en mi anterior tierra de acogida, Andalucía,
adquiere cada año caracteres míticos. Porque es “lo
nuestro”.
Ya hablaba el primer periodista que glosó la historia de la
Iberia vieja, el lenguaraz Estrabón, que, en algunas tribus
autóctonas donde las mujeres salían a combatir, esas
guerreras o amazonas primigenias, llevaban el nacimiento del
cabello rapado y una especie de diadema estirando hacia
atrás el pelo para evitar que se lo agarraran en el fragor
de la lucha: la primera peineta de España. Aunque lo mismo
escarbando en Atapuerca surge algún tocado, cualquiera sabe,
de ahí venimos todos y de eso hemos mamado genéticamente,
atlantes y curetes, celtas y vascos, barcas de piedra
llegando a Finisterre con cadáveres de apóstoles, invasores
romanos porculeando, visigodos, más porculéo aún, Mío Cid y
Santa Gadea, el águila de San Juan, el descubrimiento de
América, “España y yo somos así”, mucho gen y mucho ADN,
mucha celtiberia y muchos Tercios de Flandes, más perdimos
en Cuba y en Filipinas que no saben lo que se perdieron los
muy capullos…
Pero esto no es un celtiberia-show aprovechando el acto
solemne y multitudinario que se multiplica en ciudades y
pueblos ibéricos como símbolo de un aferrarse altivo a
nuestras características identificativas. Y les juro por la
última bocaná de mis difuntos que jamás he asistido a un
despliegue estético tan rotundo como son esos paseos de
mujeres hispanas tocadas con peinetas de carey y engalanadas
con la mantilla negra de blonda (el vainilla y el blanco
roto es para las novias, para ir a las corridas de toros,
para las bodas de postín y privilegio de las reinas
católicas para presentarse ante el Papa).
Dice mi amigo del alma Esparza, el historiador-periodista,
que el arte, para ser considerado arte ha de presentar la
“condictio sine qua non” de “ser sublime” es decir, de
arrebatar los sentidos, de transportarte a una experiencia
similar a la que se accede en los estados alterados de
conciencia, un “quedarte casi sin aliento”. De ahí que pueda
afirmar que las mujeres semanasanteras “vestidas” y que en
el sur se llaman “las mantillas” son puro arte en
movimiento, un complemento irrenunciable de los tronos, un
homenaje a esa celebración conmovedora que es de las madres
de España, aunque los hombres también estén, pero es “más
nuestra” porque narra la historia preciosa de una mujer
judía que va detrás de su hijo del alma, crucificado y para
entender esa pena y esos pesares de corazón roto, hay que
haber parido o tener la facultad de parir. Y no soy
excluyente, hombre era el Hijo que salió revolucionario y
que no atendía a la Madre cuando le decía “Nene, sienta
cabeza y echa los papeles para trabajar de rabino, que
tienes que buscar una paga y una seguridad” Pero los hijos
son como son y esa Madre que le acunó de chiquito en un
portal bajo las estrellas hubo de acunarle con treinta y
tres años bajo la sombra de la cruz. Y esa madre judía,
rotita de llorar, ignoraba en esos momentos dolorosos que
sería la mujer más retratada de la Historia, que enamoraría
a pinceles y espátulas de genios de Dios, que alumbraría los
cinceles y los artilugios de tallistas e imagineros y que
saldría por las calles y hasta los más pequeños le gritarían
“¡guapa!” dando palmas por soleares.
¿Qué les voy a contar, que les voy a decir de la exaltación
de nuestras tradiciones, de esas que llevamos enjaretadas en
el alma? Pues que me emociono con los desfiles de mantillas
de todas las edades, que en el sur aprenden muy pronto el
incordio de las horquillas y el peso de la blonda y del
encaje. Que hay mucho, mucho arte en el recogido del moño y
en el broche que prende el velo a media cabeza, en los
zarcillos largos y en los claveles reventones que se colocan
a un lado del tocado. Hay arte en los vestidos negros, en
los guantes de muchas damas, en los rosarios de plata fina o
de nácar, en las medallas y los crucifijos que se sacan de
paseo y en los rostros sombreados por las peinetas. Un arte
en sí colocarse “la mantilla”. Un honor llevarla. Un
privilegio ser quienes somos, que en la Historia de la
Humanidad se ha sorteado un Gordo y nos ha tocado a quienes
paseamos por el corazón de pueblos y ciudades a Madres
Dolorosas que siguen a sus Hijos entre el olor del incienso
y de las flores de la primavera, entre velas que alumbran y
saetas que deslumbran.
¿Lágrimas? Todas. Pero son buenas porque vienen del alma.
Del alma que se para acompañando a la piel de nuestra tierra
cuando reluce con lunas de tambores y cornetas y si el
peregrinaje hermoso se viste de mantilla y de hombre
nazareno, entonces… ¡Entonces, es que no se puede aguantar!.
Y es España y somos nosotros y es “nuestro”.
* (Dedicado a Antonio Gómez)
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