Llevamos siglos intentando ponernos de acuerdo en lo que es
España y en quiénes la componen. El estado de las regiones y
posteriormente el de las autonomías se ha quedado corto, y
en muchas ocasiones la discusión acaba llegando a los más
altos estamentos judiciales para discernir qué comunidad
tiene competencias sobre otra o sobre el gobierno central en
asuntos no siempre trascendentales. Pero al final la
cuestión política acaba traspasando este ámbito y se adentra
en el puramente financiero. La crisis económica actual ha
desvelado una realidad que era evidente: los españoles no
podemos mantener una pluralidad de gobiernos complementarios
a un gobierno nacional con sus múltiples organismos y
legiones de funcionarios. Llegados a este punto nos
encontramos con unas aspiraciones políticas que se
encuentran coartadas por unos presupuestos generales.
Lo cierto es que la unidad en torno a un himno y a una
bandera sólo se ha conseguido, y no siempre con el mismo
énfasis en todo el territorio “nacional”, por un mundial de
fútbol. Tenemos no sé si vergüenza de sentirnos españoles o
simplemente somos herederos de una historia de separaciones
y reencuentros obligados que nos han hecho diferentes. Pero,
¿merece la pena todo esto? Los pactos de estado, entre la
mayor porción posible del arco parlamentario, tan necesarios
en tantos órdenes de la vida política, deberían sentar las
bases de lo que queremos ser para los próximos 30 o 40 años;
sin miedo, afrontando las consecuencias y siendo serios con
nosotros mismos y con nuestro futuro. Los movimientos
independentistas, federalistas, el terrorismo que cohabita
con gobiernos democráticos, o los intereses económicos
obtenidos por apoyos a los gobiernos centrales, todos,
podrían ser la representación de una sociedad dividida,
pasiva y sin conciencia nacional; sin identidad nacional.
La pluralidad partidista de otros tiempos se ha convertido
en bipolar y la existencia de unos partidos menores que
obtienen una representatividad, en influencias, que no es
producto de las urnas aparece con fuerza. Este bipartidismo
real refleja en gran medida una idea de conciencia nacional
diferente; para uno, España es una nación con peculiaridades
territoriales innegables, y para otro, no se podría decir a
fecha de hoy qué será España a medio plazo.
A nivel nacional esto puede ser hasta “pasable”, pero en
Ceuta y Melilla las discusiones ideológicas sobre el futuro
y presente de una conciencia o identidad nacional se
convierten en algo que realmente nos afecta, porque en esta
tierra, casi todo, es política internacional. Las
declaraciones hechas hace unos días por el exembajador de
Marruecos en España acerca de la futura integración de Ceuta
y Melilla en Marruecos hay que darles el valor que tienen:
simple declaración de intenciones; lo mismo que las emitidas
por el príncipe Felipe con motivo de la visita a España del
príncipe Carlos acerca de Gibraltar. Es, por todos, conocido
que cuando Marruecos tiene problemas internos distrae a su
población con sus ansias expansionistas sobre esta parte de
España. Si bien podemos estar de acuerdo en esto, también lo
debemos estar en que hay que actuar en dos ámbitos
diferentes.
Por un lado, exigir una postura conjunta y firme de “España”
ante Marruecos. Este país tiene sus problemas y nosotros los
nuestros, pero no somos su solución. Sí podemos ayudarle en
sus problemas políticos, sí podemos ser su valedor ante la
Unión Europea y sus aspiraciones, pero no se deben admitir
declaraciones de este tipo que puedan otra vez calentar el
ambiente en la frontera internacional de Europa y Marruecos.
Hay una gran diferencia entre España y Marruecos en muchos
órdenes, y esto hay que decirlo y demostrarlo.
En este mismo estado de la cuestión, también nosotros
tenemos una responsabilidad. Dar una imagen de unidad ante
el gobierno español, políticamente, es obligado; y sería muy
conveniente una publicidad a nivel nacional (televisión o
radio) acerca de las peculiaridades de Ceuta (como Teruel
hizo en su día) –también nosotros existimos y no somos tan
conocidos–. De esta forma reivindicaríamos lo que nosotros
sí tenemos claro: ser españoles y Ceutíes; para nosotros no
hay federalismo que valga. De paso, vendría muy bien como
reclamo publicitario a efectos turísticos.
Conozco desde hace mucho tiempo la frontera de Gibraltar y
su entorno, y allí las aspiraciones políticas nacionales no
tienen nada que ver con el pensamiento de la población
limítrofe. Gibraltar crece y se expansiona día a día frente
a un entorno muy castigado por la situación actual, y la
zona española más deprimida lo ve como una fuente de
ingresos que para nada cuestiona. Es cierto que no se pueden
comparar ambas fronteras por el tipo de poblaciones que
viven al otro lado; pero Ceuta y Melilla necesitan, sin duda
alguna, “fidelizar” a la población del otro lado de la
frontera; hay que conseguir aflorar el componente de
admiración hacia lo español, hacia lo ceutí, de lo que puede
representar para su nivel de vida la cercanía a estos polos
de desarrollo como efecto diferenciador entre ellos mismos
también.
Quizás por ahí se pueda continuar, y quizás, otro día,
hablemos de Gibraltar, si la coyuntura nos deja.
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