Haber sido jugador de fútbol no
tiene por qué otorgar sapiencia como para sentarse en un
banquillo. Ha habido innumerables futbolistas que han sabido
jugar muy bien pero que nunca conocieron los secretos del
juego que más pasiones despierta. Y quienes quisieron ser
entrenadores, pese a estar huérfanos de conocimientos y
carentes de aptitudes, pronto se percataron de que estaban
condenados al fracaso.
Ahora bien, haber sido futbolista profesional y tener además
conocimientos del juego, ayuda una enormidad a la hora de
ejercer como técnico. Y mucho más, como no podía ser de otra
manera, si como jugador se ha ganado fama y dinero. Y,
naturalmente, sería injusto olvidar que también ha habido -y
los hay- entrenadores exitosos, que nunca fueron
futbolistas.
Cuando a mí se me pregunta acerca de los conocimientos de un
entrenador, suelo decir que para emitir mi parecer no habría
nada mejor que poder estar muy cerca de él con el fin de
oírle decir por qué toma -o no- ciertas decisiones durante
el transcurso del partido. El buen entrenador, para mí, es
quien procura por todos los medios resolver los problemas
que van aflorando en el césped. Unas veces enmendando fallos
propios; otras, haciéndole frente a los aciertos de los
contrarios; y siempre presto a la ayuda necesitada por sus
jugadores en cualesquiera momentos.
Los entrenadores deben ser muy decididos. Muy rápidos de
mente para accionar cuanto antes. Y muy prácticos. La
personalidad de los entrenadores se agranda ante sus
jugadores a medida que éstos van creyendo en él. Y esa
creencia va surgiendo gracias a los aciertos que generan sus
intervenciones.
Cuando no sopla el viento, verdad es que incluso la veleta
tiene carácter. Ese carácter tan necesario en los tiempos
difíciles; pues el carácter no deja de ser una virtud. En el
fútbol, además de personalidad, el entrenador ha de saber
los motivos habidos para que se produjera la victoria; del
mismo modo que ha de ser consciente de los hechos que
influyeron en la derrota. De lo contrario, ganar o perder
significarán para él nada más que situaciones debidas al
azar. Y no es así. Bajo ningún concepto.
Sobre todo cuando las derrotas se producen, más veces de las
debidas, por falta de concentración. Porque los jugadores
salen al campo sin el necesario entusiasmo: el que tanto
ayuda a hacer mucho mejor las cosas que se dominan y a
ocultar las carencias asumidas.
Hablando de entrenadores, el martes pasado comencé a ver el
partido Lituania-España. Y cuando comprobé que estaba
José Antonio Camacho haciendo de glosador, teniendo como
narrador a JJ Santos, cambié de canal para ver el
partido de baloncesto de la Euroliga, entre Power
Electronics de Valencia y Real Madrid.
Me explico: con todos mis respetos para Camacho, como
madridista fetén que soy, sigo sin entender que un
profesional que acaba de ser destituido, como quien dice,
cual entrenador de Osasuna, esté ya dando lecciones de
fútbol en Telecinco. Creo que Camacho debería estar
guardando el luto consiguiente, en forma de silencio, por la
culpa que él haya podido tener en la mala marcha del equipo
navarro. A los entrenadores destituidos, créanme, no les
vendría mal reflexionar lejos de los focos, un tiempo
prudencial. O sea, les sentaría de maravilla taparse: que
dicen los taurinos.
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