En política exterior, ni España ni el resto de la Unión
Europea han sabido gestionar bien los riesgos que subyacían
en los países del norte de África. Los intentos de promover
el entendimiento entre Occidente y el mundo Árabe se han
desvelado como genéricas declaraciones de intenciones que
encubrían intereses económicos en un marco de buena vecindad
con regímenes políticos autoritarios. La tradicional
hermandad española con estos países queda ahora en
entredicho cuando sus poblaciones se levantan y el margen de
actuación se reduce. La dependencia energética y los
intereses comerciales nos llevaron a seguir una opción
insostenible a largo plazo.
Como nación no hemos apoyado ese fervor democrático iniciado
hace años ni hemos oído con interés las demandas de defensa
de derechos humanos o de lucha contra la represión. Al
contrario, hemos dado a nivel internacional una imagen
partidista, electoralista e interesada en unos asuntos
claves que requieren un consenso nacional. Y en la guerra de
Libia, y no sin problemas, la incipiente unión por parte de
los gobiernos, en torno a la OTAN, empieza a tomar partido,
pero se corre el riesgo de enquistar una situación de guerra
civil en la que no se sabe cuántos bandos hay o quedarán.
En Occidente se dan interpretaciones y se buscan soluciones
a esta crisis mundial en la que estamos instalados y con la
que debemos aprender a convivir, porque ciertamente se trata
de un conglomerado de ellas y que irán cambiando de la
economía real y financiera a la política, afectando
directamente a una u otra área geográfica pero con
repercusiones globales. Es de esta globalización o
internacionalización de conflictos de la que me gustaría que
habláramos; intentar saber cómo se percibe desde el otro
lado de la frontera, esa frontera que separa Ceuta de
Marruecos, el mundo árabe del occidental. En Ceuta casi todo
es internacional, y la frontera y sus repercusiones sin duda
alguna; su política exterior necesita un respaldo nacional y
europeo y estas son algunas de las peculiaridades que
determinan un tratamiento diferencial.
Existe una honda preocupación entre los intelectuales
árabes- moderados y extremistas- acerca de la globalización
y sus peligros. El mantenimiento de la identidad cultural y
la independencia frente a la superioridad de Occidente y la
globalización son defendidos por todos, pero con diferente
intensidad o agresividad. Aquella, en el plano ideológico,
es vista como una nueva forma de imperialismo
estadounidense, como una conspiración contra el Islam y la
cultura árabe y musulmana, o como una vía de transmisión de
la corrupta moral de Occidente. La trasposición de los
escritos a las calles repletas de una juventud con ganas de
libertad y democracia en plena ebullición, y sin el control
de regímenes autoritarios, son una combinación
verdaderamente explosiva. El analfabetismo, las diferencias
entre ricos y pobres, los regímenes corruptos y la ausencia
de democracia y derechos humanos son otros ingredientes para
este caldo de cultivo.
Quizás la civilización occidental esté en decadencia –y este
proceso puede durar siglos-, pero una civilización que pueda
oponerse, a modo de choque, no puede salir de una sociedad
atrasada y desordenada. Tampoco se puede achacar a Occidente
la raíz de todos los problemas. Las corrientes migratorias
que conllevan nuevos hábitos y costumbres y la interconexión
de culturas –que también es enriquecedora- son las causantes
de su propio malestar. Las civilizaciones conviven, y de esa
convivencia surge una nueva, con elementos integradores en
el centro y con bolsas de desintegración en los extremos.
Por eso, un verdadero diálogo permanente entre intelectuales
de ambos mundos buscando valores de encuentro y
estabilización, y una cooperación y desarrollo económicos
–que se pueden tachar de utópicos- deberían aliviar las
tensiones de ese choque de civilizaciones.
Pero, ¿cuál podría ser la aplicación práctica a nuestra
ciudad de este fenómeno global? Al menos una de ellas
consistiría en la transformación del concepto teórico y
práctico de la Frontera. Estas seguirán existiendo en el
futuro, y no es malo, pero deberán ser zonas de transición
cultural, de mezcla, de un color gris que está entre el
blanco y el negro. Hoy, ya tenemos una valla física, pero la
frontera social tampoco está ahí, está a ambos lados y en
forma dinámica, está en esa interrelación constante y diaria
de la población. La política internacional sigue su curso
–es la superestructura-, pero la infraestructura está en la
calle y esa es la que hay que ir cambiando. La diferencia de
nivel de vida conlleva un auténtico efecto llamada de otras
áreas aun menos desarrolladas del continente africano y que
obligan a Ceuta a convertirse en una fortaleza ante la
emigración legal o ilegal y el contrabando. A esa nivelación
de los dos mundos es a la que hay que tender. Los proyectos
de desarrollo a partir de las fronteras actuales y su
transformación en “fronteras productivas” basado en la
experiencia de Ceuta, y salido de la universidad de Syracuse,
en Nueva York, va un poco por esta línea.
Esto puede parecer idílico, o lejano, pero la transformación
cultural y económica de la frontera debe ser un objetivo
prioritario y conjunto de toda la sociedad ceutí, en
ideología, y de los organismos nacionales y europeos, en
financiación. Por su envergadura internacional no se puede
acometer sólo con buenas palabras o ideas que después caen
en el olvido. Los proyectos de cooperación transfronterizas
y los planes compartidos de organizaciones no
gubernamentales con el otro lado de la frontera, para ir
eliminando zonas de exclusión y de pobreza, persiguen los
mismos objetivos. Este es claro para nosotros, y
transmitirlo ante las instancias adecuadas se está haciendo;
que nos quieran ayudar es otra cosa, pero lo que hay que
insistir es que el problema real y de hoy día no es solo de
Ceuta.
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