Cuando he visto que, hace tan sólo
tres días, el obispo de Ceuta ha ordenado a un sacerdote y a
un diácono, me pareció que se volvía a encontrar “terreno
húmedo” en una tierra que, poco a poco, se va agotando o
agostando.
Y no es que Ceuta haya sido, a lo largo de la historia, una
de las ciudades que más sacerdotes haya dado, pero aun así
ya hacía tiempo, no recuerdo cuantos meses, posiblemente más
de un año que aquí no se ordenaba ningún sacerdote.
Y ¡ojo! Que no es aquí, únicamente, que es una tónica que en
el último medio siglo ha ido menguando, hasta el punto de
que aquello que era frecuente, la ordenación al final del
curso, o en un momento dado, que ya era normal cada año, en
ciudades como Ávila, Palencia, la propia Salamanca y otros
cien lugares más, ahora se ha convertido en una ceremonia,
casi condenada a la extinción, de no cambiar mucho la
sociedad y las costumbres.
¿Falta de vocaciones o entrada en lo que es la realidad?.
Posiblemente, esto último, una vez que la sociedad ha
entrado en una dirección casi opuesta a lo que era la de los
años 50 y anteriores del pasado siglo.
Y no sé si en ello han influido “los hijos” o ha sido el
rumbo distinto que han tomado los padres, más realistas y
más protegidos por la organización de la sociedad hoy, que
hace más de medio siglo.
Eso de las “vocaciones” era una palabra, a veces, muy
gastada de significado y que pocas veces tenía más alcance
que en la propia palabra, porque la realidad era, y ha sido,
pero ya no es, que muchos padres mandaban “al crío”, con 8-9
o 10 años, al seminario, sin que el chiquillo supiera qué
era aquello y cuando se había querido enterar ya era todo un
“mozo”, con alguna de las órdenes recibidas y por el miedo o
la hipocresía a salir de allí, si no le gustaba, hacía que
llegara a ser cura, no por obra y gracia del Espíritu Santo,
sino por el deseo de sus padres, que así se verían
protegidos en la vejez.
Es lo que hubo y ya no hay, con lo que el cambio en las
propias ordenaciones ha existido en la raíz del hombre, yo
de ahí no voy a pasar ahora.
En los últimos 40 o 50 años, el transfuguismo “de los
hábitos” a otro tipo de vida ha sido inmenso, y no es que
fueran peores los que salieron que los que han seguido, es
que unos, posiblemente, fueran convencidos de que se
encaminaban hacia algo que les agradaba, porque sentían lo
que estaban haciendo, y otros estaban dentro, sin que nadie
les hubiera pedido cuentas para ello, con lo que una vez
dentro veían que era un problema, por todas partes, el poder
dejarlo.
Tengo muchos amigos que han estado dentro y ya no están,
incluso algún familiar muy cercano, y tengo otros amigos que
ya con una formación sólida, con su porvenir asegurado, se
decidieron a entrar en el sacerdocio.
Ni unos son los buenos y otros son los peores, ni a la
inversa, pero lo que sí es cierto es que los que entraron,
“por su propio pie”, sin que les empujara nadie, fueron
convencidos. Los otros, los que estuvieron y lo dejaron,
porque aquello no les convencía, tuvieron la dignidad de
reconocer que se habían dejado engañar, o que ellos mismos
se engañaron, pero que no podían seguir con aquella farsa.
Ahora bien, y me reafirmo en lo que dije antes, las familias
de los que lo dejaron, al menos en principio, no lo
aceptaron de buen grado, porque sus cálculos habían
fracasado. No sé si la Iglesia, hoy, sabe el camino que debe
marcar para que la “fuente de las vocaciones” no se agoste o
no se agote.
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