Somos la memoria de un tiempo que
se va desgranando por la vereda de la vida. En la noche del
mundo, el ser humano siente añoranza de los días de amor.
Nada es más grande que el amor. El hecho de tomar conciencia
y de ser conscientes del camino, es el indicio de un deseo
del alma afligida por la búsqueda, por superar la
temporalidad y alcanzar el sentido de eternidad. El ocaso de
los versos trenzados en la juventud ha dado paso al tiempo
de la reflexión. El mundo necesita pensadores que nos hagan
amar el pensamiento. Civilización que no sabe pensar,
tampoco sabe vivir. Tras la caída de las ideologías que
tanto pueden separarnos, hay que activar los grandes sueños,
que son, en verdad, los que pueden cambiar la historia del
planeta. Hay que despertar a la vida porque la vida, en
parte, es también un sueño que nos rejuvenece. Sin el
ensueño, sin la utopía, ¿el mundo qué sería?
A pesar de tantos avances, aún no hemos aprendido a dar
sentido a una vida de mírame y no me toques. Los peligros
son cada día mayores. La siembra de emboscadas que nos
tendemos a diario unos contra otros son de una crueldad
tremenda. Todavía no hemos suprimido de la hoja de ruta, la
barbarie, que es tan cruel como la pena de muerte. Hay que
pensar en esto. Debe ser cosa del hombre pensar en el
hombre, en tantas contiendas inútiles, en tantas operaciones
militares que bombardean sin diálogo, en tantas, en
tantísimas guerras que generan un aluvión de desdichas, de
problemas sociales. El hombre tiene que volver a confiar en
el hombre, en su capacidad de sentir el amor, sabiendo
discernir que lo auténtico es más gozoso que lo falso, que
la belleza es más radiante que la vulgaridad y que sentirse
libre es más dichoso que encarcelarse de poderes.
La situación actual tiene bien poco de recuperación. Negarlo
es de necios. Seguimos moviéndonos bajo una sensación de
menoscabo a la persona, de destrucción y omisión del deber
de auxilio, de pérdida de la dimensión interior y de la
propia memoria del tiempo, de confusión entre lo virtual y
el mundo real. Las alarmas en el mundo se han disparado: el
espanto nuclear intimida a Japón y al mundo; el terror del
crimen organizado amedrenta cualquier parte del planeta; el
pavor del calentamiento global nos reta como seres humanos;
el horror de las desigualdades se crece por razones de raza
y etnia, genero y territorialidad, acorralando el rumbo de
lo armónico.
El libro de la ternura hay que ponerlo en práctica, abriendo
el corazón. Debemos regresar al territorio de lo humano. Hoy
por hoy, nos encontramos sin proyectos, aletargados y
adormecidos, con la nostalgia de una humanidad en la que el
pan de cada día ni se parte ni se comparte.
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