Los movimientos políticos y sociales que, en gran parte del
mundo árabe y musulmán, están teniendo lugar en la
actualidad, y a los que asistimos como convidados de piedra,
tienen unos orígenes realmente inciertos. Los detonantes
podrían estar en ese primer tunecino que en señal de
protesta y desesperación se prendió fuego y la instantánea
transmisión y contagio de estos sentimientos de desencanto a
través de las redes sociales, o en el despertar de un
movimiento obrero revolucionario colindante con facciones
más o menos radicales, o en algún tipo de conspiración
trasnacional con grandes implicaciones económicas
(alteración de los precios del petróleo, gas natural y de
los alimentos básicos). Probablemente la combinación de
todos o algunos de ellos pueda darnos una idea aproximada.
Pero lo realmente preocupante son las consecuencias
imprevisibles que puede llegar a tener este fenómeno
totalmente descontrolado. Y son imprevisibles porque, aun
siendo similares en la forma, las peculiaridades de cada
país los hacen totalmente diferentes en el fondo. El
componente étnico, religioso o de pobreza los puede hacer
evolucionar con mayor o menor virulencia y en direcciones
diferentes.
Del vínculo histórico y político de los regímenes
democráticos occidentales con las oligarquías políticas
dominantes de estos países se ha derivado una tranquilidad
para el mundo económico occidental que ha pagado la
población con su propia miseria. Durante décadas el mundo
desarrollado ha vuelto la cara a estos países sólo para
controlar sus inversiones económicas. Se siguen esquilmando
los recursos naturales mientras sus dirigentes amasan
grandes fortunas y la población apenas sobrevive.
Con seguridad, el detonante no fue ese joven tunecino,
quizás hayamos sido nosotros desde hace siglos. Ese caldo de
cultivo se ha ido gestando durante generaciones y sólo había
que esperar cualquier acto aislado para su ignición. En el
resto del continente africano, en Oriente o en la propia
Europa pueden llegar igualmente a despertar. La gran
incógnita es cuándo tendrán su fin, porque lo tendrá, y cómo
será la nueva configuración de estos países. Los vacíos de
poder que se producirán entre los derrocamientos y las
instauraciones de nuevos oligarcas, gobiernos militares,
integristas o casi democráticos entrañan para la Unión
Europea un motivo de gran preocupación.
Nos hemos dedicado últimamente a mirar para Alemania cuando
deberíamos haber vuelto la cabeza al mundo árabe. Y este
mundo árabe está en nuestras ciudades, en nuestras calles y
son nuestros vecinos. La integración y la multiculturalidad
son nuestras asignaturas pendientes y debido a ello, y por
algunos sectores extremistas y radicales, hemos sufrido el
desgarro de nuestra vida cotidiana en forma de atentados. Es
cierto que esta convivencia es imperfecta pero aún así la
emigración ha posibilitado unos cambios de hábitos y
costumbres no siempre al gusto de todos y que se haya
valorado en sus justos términos la diferencia por haber
nacido sólo unos cuantos kilómetros hacia el sur. A su
vuelta, en sus pueblos, se han dado cuenta de lo pobre que
uno es cuando se compara con otros que tienen más, y un
Estrecho o unos Pirineos no son razón suficiente. Internet o
los mensajes a través de móviles, que son exponentes también
de la globalización en las comunicaciones, rompe las paredes
de estas sociedades cerradas.
Quizás se dan cuenta que no son peores, sólo más pobres, y
que los más afortunados viven en un mundo con una gran
carencia de valores, donde casi todo vale, donde las
empresas se establecen en ocasiones en países donde no se
respetan los más elementales derechos humanos. Todo por la
competitividad, por reducir costes o por monopolios
energéticos. Somos los consumidores de los diamantes de
sangre o de los juguetes hechos por una infancia esclavizada
que sólo juega con ellos mientras los fabrica. Occidente
necesita el desarrollo de los países menos favorecidos si no
será imposible detener las oleadas de emigración llegando a
nuestras fronteras.
¿A qué podemos aspirar? Ninguna respuesta clara por parte de
los gobiernos. Se hacen alianzas de civilizaciones,
declaraciones genéricas o fondos para el desarrollo con los
que se pagan nuestras conciencias.
Marruecos quiero pensar que lo tiene más fácil. Si los
movimientos sociales van por el camino de pedir reformas
democráticas, sí tenemos que estar ahí, como país y no en el
papel de vecinos incómodos. No hay que ponerse al lado de
nadie, simplemente ser un ejemplo que empezamos hace treinta
años y que podríamos exportar incluso con sus muchas
deficiencias.
Ahora no es el momento de pedir que Ceuta y Melilla estén
dentro del paraguas de la OTAN, ahora es el momento de
tender la mano de la colaboración. Los marroquíes no pueden
abordar todas las reformas que quieren de golpe pero sí
tenemos que dar una opinión clara de que estamos aquí, que
apoyamos el proceso de su población y que seremos su asesor
externo. De esta forma Ceuta y Melilla tendrán la
españolidad que ningún gobierno se atreve decir en voz alta.
Marruecos sí tiene la posibilidad de un tránsito hacia unas
mayores libertades, a un mayor desarrollo económico y
social, y España tiene la oportunidad de desmarcarse y por
una vez hacer gala de una verdadera política internacional e
intentar de paso subsanar errores cometido en el pasado.
Si alguna lección pueden aprender los gobiernos de este
fenómeno actual e histórico es que una persona sola puede
ser acallada pero el rugir de la marabunta en una sociedad
oprimida no.
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