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OPINIÓN - LUNES, 28 DE FEBRERO DE 2011

 
OPINIÓN / COLABORACION

Cuando ruge la marabunta

Por Juan Manuel Pecero


Los movimientos políticos y sociales que, en gran parte del mundo árabe y musulmán, están teniendo lugar en la actualidad, y a los que asistimos como convidados de piedra, tienen unos orígenes realmente inciertos. Los detonantes podrían estar en ese primer tunecino que en señal de protesta y desesperación se prendió fuego y la instantánea transmisión y contagio de estos sentimientos de desencanto a través de las redes sociales, o en el despertar de un movimiento obrero revolucionario colindante con facciones más o menos radicales, o en algún tipo de conspiración trasnacional con grandes implicaciones económicas (alteración de los precios del petróleo, gas natural y de los alimentos básicos). Probablemente la combinación de todos o algunos de ellos pueda darnos una idea aproximada. Pero lo realmente preocupante son las consecuencias imprevisibles que puede llegar a tener este fenómeno totalmente descontrolado. Y son imprevisibles porque, aun siendo similares en la forma, las peculiaridades de cada país los hacen totalmente diferentes en el fondo. El componente étnico, religioso o de pobreza los puede hacer evolucionar con mayor o menor virulencia y en direcciones diferentes.

Del vínculo histórico y político de los regímenes democráticos occidentales con las oligarquías políticas dominantes de estos países se ha derivado una tranquilidad para el mundo económico occidental que ha pagado la población con su propia miseria. Durante décadas el mundo desarrollado ha vuelto la cara a estos países sólo para controlar sus inversiones económicas. Se siguen esquilmando los recursos naturales mientras sus dirigentes amasan grandes fortunas y la población apenas sobrevive.

Con seguridad, el detonante no fue ese joven tunecino, quizás hayamos sido nosotros desde hace siglos. Ese caldo de cultivo se ha ido gestando durante generaciones y sólo había que esperar cualquier acto aislado para su ignición. En el resto del continente africano, en Oriente o en la propia Europa pueden llegar igualmente a despertar. La gran incógnita es cuándo tendrán su fin, porque lo tendrá, y cómo será la nueva configuración de estos países. Los vacíos de poder que se producirán entre los derrocamientos y las instauraciones de nuevos oligarcas, gobiernos militares, integristas o casi democráticos entrañan para la Unión Europea un motivo de gran preocupación.

Nos hemos dedicado últimamente a mirar para Alemania cuando deberíamos haber vuelto la cabeza al mundo árabe. Y este mundo árabe está en nuestras ciudades, en nuestras calles y son nuestros vecinos. La integración y la multiculturalidad son nuestras asignaturas pendientes y debido a ello, y por algunos sectores extremistas y radicales, hemos sufrido el desgarro de nuestra vida cotidiana en forma de atentados. Es cierto que esta convivencia es imperfecta pero aún así la emigración ha posibilitado unos cambios de hábitos y costumbres no siempre al gusto de todos y que se haya valorado en sus justos términos la diferencia por haber nacido sólo unos cuantos kilómetros hacia el sur. A su vuelta, en sus pueblos, se han dado cuenta de lo pobre que uno es cuando se compara con otros que tienen más, y un Estrecho o unos Pirineos no son razón suficiente. Internet o los mensajes a través de móviles, que son exponentes también de la globalización en las comunicaciones, rompe las paredes de estas sociedades cerradas.

Quizás se dan cuenta que no son peores, sólo más pobres, y que los más afortunados viven en un mundo con una gran carencia de valores, donde casi todo vale, donde las empresas se establecen en ocasiones en países donde no se respetan los más elementales derechos humanos. Todo por la competitividad, por reducir costes o por monopolios energéticos. Somos los consumidores de los diamantes de sangre o de los juguetes hechos por una infancia esclavizada que sólo juega con ellos mientras los fabrica. Occidente necesita el desarrollo de los países menos favorecidos si no será imposible detener las oleadas de emigración llegando a nuestras fronteras.

¿A qué podemos aspirar? Ninguna respuesta clara por parte de los gobiernos. Se hacen alianzas de civilizaciones, declaraciones genéricas o fondos para el desarrollo con los que se pagan nuestras conciencias.

Marruecos quiero pensar que lo tiene más fácil. Si los movimientos sociales van por el camino de pedir reformas democráticas, sí tenemos que estar ahí, como país y no en el papel de vecinos incómodos. No hay que ponerse al lado de nadie, simplemente ser un ejemplo que empezamos hace treinta años y que podríamos exportar incluso con sus muchas deficiencias.

Ahora no es el momento de pedir que Ceuta y Melilla estén dentro del paraguas de la OTAN, ahora es el momento de tender la mano de la colaboración. Los marroquíes no pueden abordar todas las reformas que quieren de golpe pero sí tenemos que dar una opinión clara de que estamos aquí, que apoyamos el proceso de su población y que seremos su asesor externo. De esta forma Ceuta y Melilla tendrán la españolidad que ningún gobierno se atreve decir en voz alta.

Marruecos sí tiene la posibilidad de un tránsito hacia unas mayores libertades, a un mayor desarrollo económico y social, y España tiene la oportunidad de desmarcarse y por una vez hacer gala de una verdadera política internacional e intentar de paso subsanar errores cometido en el pasado.

Si alguna lección pueden aprender los gobiernos de este fenómeno actual e histórico es que una persona sola puede ser acallada pero el rugir de la marabunta en una sociedad oprimida no.
 

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