Ya lo decía San Pablo cuando proclamaba que el hombre era la
cabeza de la mujer y que las casadas debían callar y estar
sujetas a sus maridos. De lo contrario, que se atuvieran a
las consecuencias, le faltó añadir al buen hombre.
Más de dos mil años después, la vigencia de estas
afirmaciones es tal, que lejos de poder ser contempladas
como reminiscencias de una cultura patriarcal agotada, se me
presentan como la imagen más clara de nuestra realidad
actual. Son ya 14 mujeres con nombres y apellidos, con
familias, y ¿derechos? las víctimas mortales de este año.
Pero son muchas más las que han sucumbido en esta vorágine
de violencia absurda y las que a día de hoy siguen
sufriéndola. Y todo ello únicamente por ser mujeres. Del
mismo modo que por ser mujeres las víctimas, se ha
normalizado y banalizado el tema durante años, relegándolo
al ámbito de lo privado e incluso justificando la violencia
como un medio lícito en la relación amorosa (siempre en
manos del hombre, por supuesto, como debe ser).
Porque las mujeres hemos sido y seguimos siendo ciudadanas
de segunda categoría. La igualdad, la libertad y la dignidad
son palabras vacías cuando se habla de mujeres cuyos
derechos no son respetados en ningún país del mundo.
Feminicidios en América latina, ablaciones de clítoris en
países africanos, tráfico de mujeres y esclavitud sexual,
utilización de mujeres y niñas como botines de guerra,
violaciones y agresiones sexuales, infanticidios selectivos
de niñas en países asiáticos, discriminación laboral y
salarial y un sinfín de circunstancias más lo confirman.
La violencia machista, esa que se ejerce sobre las mujeres
por el simple hecho de ser mujeres, es un fenómeno mundial y
no sólo se traduce en violencia física: ésta no es más que
la manifestación extrema del desprecio y el odio hacia las
mujeres que la cultura patriarcal ha inoculado en sus
miembros desde la más tierna infancia generación tras
generación. Porque aunque muchos aún no lo sepan o no
quieran saberlo, la educación sexista, esa del babi rosa
para la niña y azul para el niño, la de los cuentos en los
que los hombres son héroes, valientes, independientes y
fuertes y las mujeres bellas princesas débiles y obedientes,
la misma educación que fomenta las barbies y las cocinitas
para las niñas y los soldados y los juegos violentos para
los niños, es el caldo de cultivo del que surgirán futuros
maltratadores y futuras mujeres víctimas, abocadas, cuando
menos, a convivir diariamente con la desigualdad.
Es hora de que quede bien claro que los hombres que ejercen
violencia hacia las mujeres no son enfermos, ni drogadictos,
ni tienen un nivel sociocultural bajo, ni están presionados
por el paro y la crisis ni tampoco son hombres a los que sus
mujeres “les hacen mucho más daño psicológicamente”, al
igual que las mujeres que la sufren no son masoquistas,
débiles, ignorantes y dependientes económicamente,
afirmaciones todas ellas producto, de la más profunda
ignorancia, en el mejor de los casos, y del intento de
resituar el tema como un fenómeno residual y así mantener el
orden(masculino) vigente, en otros muchos.
La violencia de género es un fenómeno estructural y complejo
que extiende sigilosamente sus tentáculos hacia todas las
esferas de las vidas de las mujeres, arañando los derechos
de éstas y menoscabando su autoestima: las mujeres cobramos
menos que los hombres, seguimos realizando las tareas
domésticas teniendo por tanto una doble jornada laboral, los
hijos siguen siendo más responsabilidad de la madre a pesar
de que los padres “colaboran” y además somos juzgadas
ferozmente por nuestro aspecto físico, viéndonos sometidas a
la tiranía de unos cánones de belleza inalcanzables.
Sin embargo, lamentablemente, en la mayoría de las ocasiones
se sigue mirando para otro lado, condenando la violencia
física mientras reproducimos alegremente prejuicios y
estereotipos sobre las mujeres, cuestionando y
culpabilizando a las víctimas, maltratándolas de nuevo con
sentencias irrisorias para sus agresores, estigmatizándolas
con las posibles denuncias falsas y juzgando su labor como
madres con la invención de síndromes como el de alienación
parental.
Ha llegado el momento de que, mujeres y hombres, nos
manifestemos radicalmente en contra de todas las formas de
violencia machista, no sólo el 25 de Noviembre sacando la
tarjeta roja al maltratador, sino colaborando en el día a
día en la erradicación de la discriminación, replanteándonos
esta violencia como un verdadero terrorismo de género que
priva de derechos fundamentales a más de la mitad de la
población mundial y que perpetúa una desigualdad que a todos
y todas nos debería avergonzar.
Mientras esto no ocurra, muchas mujeres seguirán muriendo a
diario.
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