El hombre se había distinguido
siempre por creer que pertenecía a una raza superior. Y
hacía mofa a cada paso de quienes tenían la piel oscura por
ser de otra etnia o bien chapurreaban el castellano a su
manera. Como todos sabemos que en esta tierra suelen hablar
nuestra lengua algunos españoles de origen marroquí.
El hombre, además, se jactaba continuamente de tener un
caletre excepcional. De manera que, cuando miraba a su
alrededor, sólo veía componentes de una raza inferior e
individuos de la suya que llegaban a ocupar cargos siendo
como eran unos auténticos advenedizos.
El hombre, cuando todavía era joven, aunque vetusto por
dentro, vivía convencido de que estaba llamado a ser el
dirigente político más importante que nunca jamás hubieran
conocido en su tierra. Y a medida que fueron llegando los
fracasos electorales, en vez de reflexionar sobre sus
errores y sus posibilidades reales, se obcecó con creer que
casi todos los habitantes de su ciudad eran tan ignorantes
como no para no darse cuenta de que estaban despreciando a
una lumbrera que jamás volvería a nacer otra igual.
Actitud que hacía que el hombre fuera perdiendo la chaveta
al no entender cómo sus paisanos eran capaces de renunciar a
su sabiduría; tan necesaria, según él, para ilustrar a
propios y extraños. Había días en los que la indignación se
apoderaba del hombre al ver que era desestimado por sistema.
Que no ofrecía la menor confianza cual político. Y se le
revolvía la bilis. Sobre todo cuando veía que una persona
despreciada por él no dejaba de aunar voluntades y ganaba
las elecciones con facilidad pasmosa.
Trastornado por semejante malestar, el hombre comenzó a
maquinar a fin de conseguir darle una vuelta a la situación.
Porque estaba harto de ser derrotado. Y se fijó en otro
político que podría venirle muy bien para cambiar su sino de
perdedor archiconocido. Y puso sus ojos en una buena
persona, con capacidad suficiente para interpretar
correctamente la realidad. Una persona sencilla, sensible y
humana. Cierto que ese político no pertenecía a los de su
clase. Era inferior. Por sus rasgos y por el color de su
piel. Pero era la única tabla de salvación que le quedaba
para asirse a la posibilidad de obtener un escaño de
diputado.
Mientras andaba haciendo las averiguaciones correspondientes
al caso, o sea, tratando de convencer al político que podría
facilitarle la posibilidad de ver cumplidos sus sueños,
nuestro hombre fue enterado de que uno de los suyos había
decido darle una oportunidad al mestizaje. Y cayó fulminado
por un ataque de pánico. Para, a renglón seguido,
convertirse en un basilisco. Y así vivió durante varios
meses: invadido por la ira y gritando por los rincones
contra todo y contra todos. Sin querer reconocer, a pesar de
ser hombre tan formado e inteligente, que los grupos
“puros”, las razas “puras”, las naciones “puras” no producen
más que aburrimiento… o crímenes.
Cuando este hombre, que puede ser ciudadano de cualquier
parte, sale acusando de racismo -ese mal que no permite
reconciliación con el “otro”- a los demás, uno piensa que es
un cínico. Y un infeliz. Porque ha de tragar quina aliándose
con personas inferiores, según su comportamiento ante el
mestizaje, con el único fin de obtener un provecho que a él
le está vedado conseguir por cuenta propia. Vaya hombre…
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