El término “maledicencia” parece pasado de moda y muy poco
al uso, pero la “maledicencia” existe. Paralela pero
distinta a la injuria, que implica descrédito o menoscabo,
vejación para la persona, paralela pero infinitamente más
despreciable. Porque, el que injuria directamente a alguien
determinado, con el riesgo consiguiente de que le demanden o
le denuncien, lo hace con una cierta “dignidad” da la cara e
injuria a una persona en concreto, con nombres y apellidos,
ofreciendo a esa persona la posibilidad de reaccionar y de
responder.
Pero la simple maledicencia es diferente, es el “mal-decir”
que no maldecir, sino mal hablar, difundiendo chismes,
arguyendo infamias, atacando de forma artera y subrepticia,
sin entrar jamás directamente a saco, para evitar problemas
legales, sin dar nombres concretos, para dejar indefenso al
insultado o menospreciado que no puede denunciar en base a
simples “sospechas” de que, el o la maledicente, en este
caso un conejo que se gasta muy malas artes, se está
refiriendo a “su” persona y le está agraviando injustamente.
Injustamente y con cobardía, porque en este caso no existe
la valentía de la postura “a lo hecho, pecho”.
Cuando a una persona, sin nombrarla, se la califica de
“Robin Hood de moros”, “caimán”, “gafe”, etc, y se trata de
desacreditarla públicamente y de perjudicarla, dando todo
tipo de detalles amañados y retorcidos a su voluntad, pero
sin nombres y apellidos, el perjuicio y el daño moral y
social son los mismos. O al menos esas son las turbias
intenciones de quien, sin mojarse, hace el ventilador y
salpica a todo el mundo, pero cada vez con menos fuerza.
Ordalía y crucifixión, de forma despiadada y precisamente en
un país donde, de manera inteligente, los ciudadanos
acostumbran a ser prontos en disculpar y olvidar.
La maledicencia no conoce de olvidos, ni de perdones,
extiende el infundio, difumina difamaciones salvaguardándose
en el “yo no he dicho nada y se habrá dado por aludido”, no
perdona a quien se niega a estar al otro lado del aparato en
el momento del “¡pitiklín,pitiklín!” y juega con la velada
amenaza de dañar a su oponente sin dar la cara. De
perjudicar subrepticiamente, juega con el temor y la
aprensión de sus víctimas… ¿Un ejemplo genérico de
maledicencia? Pues comentar que, a más de un jefe político,
habrían de regalarle una buena ración de “huevos al plato”
porque “de lo que se come, se cría”. Maledicencia insidiosa,
aunque muchos huevos al plato hay que comer para plantarle
cara a los profesionales de la maledicencia, desoir sus
furibundos “pitiklines” telefónicos, pasarse por el lado
derecho de la ingle sus veladas admoniciones de males
futuros y desenmascarar los turbios manejos de salpicar
descrédito y usar el menosprecio más vil, no a rostro
descubierto, sino agazapado en su madriguera.
Se tira una piedra difamatoria. Y, ante un juez, alegaría
que “no ha dicho nada”, “que no ha aportado datos
concretos”, “que era algo genérico”, las respuestas son tan
previsibles y predecibles que causan irrisión. El conejo
trata que el que se da por aludido se angustie y piense que,
mejor obedecer las indicaciones del maledicente, hacerle
caso y seguir sus directrices. El conejo trata de arrebatar
la libertad y la tranquilidad a sus víctimas. Y hay que
pararla, ponerle un freno, erradicarla de forma absoluta.
¿La mejor manera? No levantando nunca, jamás, el auricular,
cuando el “pitiklin, pitiklin” suene como “advertencia” de
que, al otro lado está la conejo que utiliza esas artes.
Contra las malas prácticas y las coacciones camufladas por
quien tiene el mezquino poder de realizarlas y difundirlas,
solo cabe el absoluto rechazo social.
Porque, hasta para vengarse de los “desobedientes” y de los
“no-adeptos” así como de los “insumisos”, aprovechando el
que más de un tercero no ha ingerido su ración de huevos al
plato, para dañar, en una palabra, hay que tener “cierto
estilo”. Y ya lo dijo el gran ideólogo francés Alain de
Benoist “el estilo es el hombre”. Y el mal estilo, el pésimo
estilo, del usuario de la maledicencia, no cabe ni es
aceptable en nuestra realidad.
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