Como letrado con treinta y un año
de ejercicio en el costillar, he tenido que bregar con
numerosísimas causas de menores, de hecho, un compadre mío,
Rafael el Cachulo, fue quien inauguró con el número primero
de los expedientes, el Juzgado de Menores de Málaga. Una
muerte, pero pagó lo que tenía que pagar, se arrepintió,
aprendió muchas cosas en los Centros y hoy es una excelente
persona y un referente para la comunidad gitana.
Como letrado he tenido que saber y entender de Centros,
visitar a jóvenes en Centros, penar con los padres, atender
los juicios en la “sala de los pasos perdidos”, acudir al
cumplimiento, torear con psicólogas y asistentes sociales. Y
saber. Saber mucho de los procesos de reeducación de los
chicos y las chicas, de su reinserción a fuerza de hacerles
responsables de sus propias vidas, estudiando, formándose,
aprendiendo a trabajar, ayudando a los colegas más frágiles,
bronqueándose con los vigilantes y luego arreglándose con
ellos. Sufriendo sanciones y castigos y reciclándose en
prudentes para evitarlos.
Pero sobre todo, nunca he visto un Centro de Menores cuyas
instalaciones estuvieran “sucias” y mucho menos costrosas y
abandonadas. No se entiende en un lugar donde residen
jóvenes sanos, con un par de manos cada uno, sin
minusvalías, que están en proceso de educarse y de aprender
a respetar las normas de convivencia y a adaptarse a una
disciplina que les va a ser indispensable para su vida
futura.
En los Centros de Menores que yo he visitado, peregrinando
tras mis niños, se podía comer en los suelos, en “todos” los
suelos. Y los chavales colaboraban activamente en la
conservación, las mejoras, la limpieza y el mantenimiento
del lugar, algo lógico, normal, natural y exigible, porque
era “su” residencia, el lugar en el que tenían que vivir y
allí todo el mundo arrimaba el hombro y daba el callo. Y
nada de escaquearse, porque lo que no hace uno lo tiene que
hacer el compañero. ¿De donde las instalaciones de un Centro
se van a estar cayendo de mierda? ¿Qué se les está enseñando
entonces a los muchachos, a ser unos guarros incívicos? Eso
sí, ni lejía, ni gloria bendita para limpiar, ni para
reparar han de faltar nunca, pero quienes han de asumir la
responsabilidad última de vivir dignamente son los propios
internos.
He visto huertos y jardines de dulce, paredes repintadas,
pasillos impecables y allí había mucho chaval que, como mi
Cachulo, estaban por sangre y por delitos mayores. O no tan
mayores. Chicos con problemas graves de conducta que
necesitaban más a un psiquiatra que a un psicólogo porque
presentaban patologías, tipos rebeldes y difíciles a los que
era y es difícil encauzar y jóvenes con problemas pero con
ganas de ganarse la libertad y la calle. Y que cuando salen
a la calle, todos a quienes he conocido, lo hacen con
recuerdos regulares, pero con un sentido fuerte y duro del
compañerismo y del aprendizaje, a veces a la fuerza, de la
convivencia. Y les sirve. A todos. Y el haber trabajado les
ha mejorado, porque con los sudores, sea fregoteando, sea
hincando codos, sea sembrando, sea blanqueando o aprendiendo
un oficio, con los sudores se evaporan los malos rollos y se
van limpiando las tripas, sudar así es digno, es una honra,
es un honor para un hombre.
¿Qué en Ceuta no hay puertas en los retretes? Pues que las
fabriquen y las instalen, que saquen brillo a las baldosas
con lejía y agua caliente, amoníaco va amoníaco viene,
cepillo en ristre que allí se cuentan muchas manos sanas. Y
ese, para los muchachos, será el mejor retrete del mundo,
porque han sido responsables de él ¡Y a ver si hay huevos
para venir a ensuciarlo!.
En los Centros de la Península enseñan a los internos a
colaborar y a que, todos juntos, no valen el doble, sino
cuatro veces más. Con normas, con reglas y con disciplina. Y
lo que aprenden allí, nunca, jamás, lo van a olvidar.
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