Hasta ahora la revolución
democrática de Egipto ha propiciado riadas de alegría por
las calles del mundo. Es el fruto de una acción ejemplar,
valiente, del pueblo egipcio en favor de sus derechos
inalienables. De entrada, la primera conclusión salta a la
vista, cualquier comunidad humana necesita una autoridad que
la gobierne, pero esta potestad legítima debe justificarse
cada día éticamente, actuando para un bien común que
comporta elementos esenciales, tales como el respeto y la
promoción de los derechos fundamentales de la persona,
estableciendo medios moralmente lícitos para alcanzar este
objetivo, y no actuando de manera dictatorial y caprichosa.
Desde luego, un poder sin límites conduce al delirio y
arruina su propia dominación. No se pueden ejercer bien las
atribuciones encomendadas, sino se conduce el mando con
transparencia, capacidad y buen ejemplo. Sin duda, creo que
las reivindicaciones de justicia y libertad que han
provocado una auténtica revolución en Egipto van a tener una
clara influencia en el futuro del diálogo entre religiones y
culturas. Nadie me negará pues, que, cuando la plática se
basa en solidas leyes éticas, la solución de los conflictos
es mucho más fácil.
Tras la euforia primera debe instaurarse la calma, sin
prisas pero tampoco sin pausa, para que se produzca una
transición modélica, como lo ha sido la voz del pueblo en su
rebelión democrática, para ello las autoridades implicadas
tienen que ser capaz de satisfacer las aspiraciones de toda
la ciudadanía, a través de un gobierno civil, mediante
elecciones democráticas, libres, justas y creíbles. En
cualquier caso, para un proceso de este tipo, la única
alternativa es un diálogo serio, profundo y tolerante. Lo
fundamental es que se respeten los derechos humanos y las
libertades de manera escrupulosa. De momento, el mundo ha
sido testigo de una generación que no se deja engañar y
busca la liberación de las ataduras. Las autoridades
egipcias, por consiguiente, deben responder a estas justas
exigencias con reformas políticas, jamás por la vía de la
represión. Es a los egipcios a los que le corresponde
determinar su futuro, pero las instituciones internacionales
deben ayudar a que este proceso de transición se desarrolle
con mesura y sosiego, lejos de utilizar violencia alguna.
La plaza de la Liberación es ya un emblema de la revolución
egipcia. La libertad no es para soñarla, sino para vivirla;
y, el pueblo egipcio quiere ser dueño de su propio destino.
La transición durará seis meses, a mi juicio tiempo
suficiente para favorecer el cambio. Todo está en manos de
las Fuerzas Armadas. Su objetivo parece claro a juzgar por
lo que se proclama: avanzar a través de un ambiente de
libertad y de reformas democráticas. Es cierto que todo
requiere su tiempo y su medida, que un pueblo vuelva a la
normalidad, entendida ésta como normalidad democrática,
requiere mucha reflexión y mucha conversación, un respeto
tolerante hacia cualquier otra opinión, y tener garantizada
la seguridad de que uno puede decir lo que quiera decir, y
se le escuche. Ciertamente el cambio será posible en la
medida que los líderes y la gente que ha estado pidiendo
reformas se comprometan en un diálogo genuino sobre lo que
será mejor para su futuro.
De momento, toda la ciudadanía está expectante por lo que
sucede en Egipto, por esta marea de cambios que parecen
llegar al mundo árabe. Al momento presente, lo que sabemos
es que una tropa de activistas y ‘blogueros’ egipcios es la
que ha promovido a los cuatro vientos, por las redes
sociales y en plena calle la revolución que ha acabado con
la dictadura de Hosni Mubarak. Atención, que cuando un
pueblo se exalta es complicado calmarlo. Recordemos lo que
dijo Nicolás Maquiavelo, aquel historiador, político y
teórico italiano de ideas célebres, “todos los Estados bien
gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido
cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al
pueblo al descontento”. Cuando se sacia de decepciones la
gente, nadie confía en nadie, porque las verdaderas columnas
de la sociedad de un pueblo son la verdad y la libertad.
Siempre, más pronto que tarde, se camina hacia ellas, hacia
lo que es auténtico y lo que genera independencia.
Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a expresar
opiniones, a que nos respeten como personas y que los
poderes, o el poder, sea transparente al cien por cien.
Pedir libertad y democracia, aparte de ser un acto de
justicia, es también un acto de humanidad. ¡Qué nadie acalle
estas voces!, por favor. Aún no sabemos los derroteros que
va a tomar esta rebelión popular egipcia, pero la cultura de
sentirse libre y con voz, no debe ser únicamente señal de
los países avanzados y cultos, o de personas privilegiadas.
Pienso que la humanidad, toda ella, debería celebrar la
caída de dictadores que no entienden de libertades, ni de
aplicación de la ley para todos en igualdad, ni de lucha
contra la corrupción, porque estos mismos dictadores suelen
amasar grandes fortunas a espaldas del pueblo. Confiemos, y
así lo deseamos, que Egipto siga dando la gran lección al
mundo, primero con su revuelta justa y precisa, y después
con una democrática transferencia de poderes, de las fuerzas
armadas a manos civiles, sabedores de que lo que se obtiene
de manera pacífica, también se mantiene en la misma quietud.
Por el contrario, lo conseguido por la violencia, sólo se
puede salvaguardar con violencia. La intimidación siempre ha
generado más problemas sociales.
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