Durante un tiempo, de hace ya
varios años, me estuve reuniendo yo con varias personas en
el salón de estar de un hotel para charlar cada mañana de
cuanto viniera a cuento. A esa tertulia acudía gente
variopinta. Y con el café por delante y humeando, los tres,
cuatro o cinco contertulios, dependiendo del día,
disfrutábamos opinando de lo que habíamos leído u oído en
los medios.
A partir de ese análisis, cada cual introducía en la
conversación un rumor, una broma, un chiste, etc., o ponía
el grito en el cielo porque se sentía dolido por cualquier
ataque recibido o bien por estar convencido de que estaba
siendo discriminado en sus aspiraciones de lo que fuera. Al
final, cuando las actuaciones de los políticos gobernantes
no daban para más críticas, caíamos en la tentación de
deliberar sobre temas complejos que a nada conducían.
En esa cita, casi diaria, yo me lo pasaba en grande con un
periodista que solía comportarse acorde con los vientos
dominantes. Con el de poniente aparecía cuerdo, centrado, y
decía cosas interesantes; en cambio, en cuanto soplaba el
levante, aquel hombre perdía la chaveta y se ponía a
desbarrar de forma que había que ayudarle a que recobrara la
normalidad.
En semejante tarea, recuerdo que a veces me ayudó Tomás
Partida; quien formaba parte de aquel elenco. A Tomás,
de tanto comunicarme con él, llegué a tenerle ley. Incluso
no había día en el cual no le animara a escribir de cuanto
le apeteciera. Aunque lo que le apetecía a Tomás era
propalar sus pensamientos contrarios al poder establecido.
Y, claro, chocaba con las respectivas líneas editoriales de
los medios.
De las censuras, en aquellos años, recuerdo haberle dicho a
TP que mortifican mucho más a las personas que tienen
asumidas su ración indispensable de amor propio y vanidad.
De cualquier manera, a nadie le gusta ser censurado.
Eso sí, en la reunión apenas decían nada contra quienes
firmaban sus artículos con seudónimos o con nombres
inventados. Y mi enfado alcanzaba cotas considerables de
malaleche cuando me respondían al respecto que esas personas
hacían bien en ocultar su identidad para evitar que sus
escritos pudieran acarrearles represalias en sus empleos. Y
hasta había defensores del anonimato de los opinantes cual
medio de evitarse problemas con otros ciudadanos.
Es decir, que en aquellos años no estaba mal visto que un
tipo calumniara, acusara, injuriara o se valiese de
chocarrerías contra alguien, por más que el autor del libelo
fuera tan precavido como para no ponerle la rubrica con la
que estaba obligado a darse conocer ante notarios o
entidades bancarias, por ejemplo.
Yo no sé, porque además de que no veo a Partida como antes
para poder conversar, como sería muy de mi agrado, si Tomás
sigue pensando que merecen respeto quienes escriben en
periódicos, ocultos bajo el antifaz del nombre cambiado, y
se dedican a incendiar con sus opiniones la convivencia
entre identidades distintas. O se ponen a darnos lecciones
de moralidad a cada paso.
He aquí Tomás, pues, una buena oportunidad para que tú, con
esa pluma tan ágil que te caracteriza, me saque de dudas:
¿sigue estando bien insultar, cundir maledicencias, fomentar
racismo y otras cuestiones de esa laya, usando mascarilla,
careta y antifaz por sistema? Un abrazo.
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