Hay una semblanza escrita por
César González-Ruano, dedicada a la muerte de Agustín
de Foxá –escritor, noble, rico, envidiado, y que aún se
le sigue ninguneando su obra por sus ideas-, que es una joya
de la literatura periodística. Fue publicada el 2 de julio
de 1959 y la conservo como oro en paño.
Pero aun así, la página del ABC, encabezada por el siguiente
título, Nacimiento de Agustín de Foxá, empieza a ponerse
amarilla. Lo cual no me impide ver la cita que escribí en
uno de sus márgenes, atribuida al maestro González-Ruano,
cada vez que me da por leer la considerada pieza maestra de
los obituarios.
Fue ayer, precisamente, estando una vez más embebido en la
necrológica, cuando me resultó imposible no fijarme en la
anotación marginal y que reza así: “El tonto a la hora de
acostarse y quedarse solo consigo mismo, no se plantea que
es tonto, duda tremenda que acompaña al inteligente hasta la
muerte”.
Y pensé con celeridad pasmosa en una fecha: 12 de febrero de
1990. Día en el cual, acompañado por Juan Vivas,
decidí presentarme en el despacho del entonces alcalde,
Fructuoso Miaja, para comunicarle que renunciaba a mi
empleo en el Instituto Municipal de Deportes. Vivas llegó a
decir que nunca antes había visto a nadie renunciar a un
empleo tan bien remunerado y estable.
Y creo que le respondí, más o menos, que lo hacía porque no
podía seguir trabajando en un sitio donde sucedían cosas muy
desagradables… A pesar de que mi proceder me dejaba sin
empleo y en una situación calamitosa: tenerme que poner en
la cola del paro, durante varios meses, para cobrar cuatro
perras como desempleado. Cuando nunca antes había pasado por
tan duro trance.
Desde entonces -como antes me había ocurrido también a la
hora de tomar decisiones importantes, y me sigue
ocurriendo-, suelo plantearme cada noche antes de caer en
los brazos de Morfeo si no seré más tonto de lo previsto.
Porque había que ser necio, necio de nacimiento, para
renunciar a un magnífico empleo por el mero hecho de no
querer participar en un organismo donde todo valía.
Valían las comisiones entre quienes deseaban repartírselas.
Valían las compras…, sin que las mercancías aparecieran.
Hasta que yo descubrí el truco del almendruco. Hubo hasta un
barco, como dije días atrás, que nunca estuvo abarloado en
ningún muelle de la ciudad. Y hubo momentos en los que
estuve convencido de que, cambiando lo que hubiere de
cambiarse, así debió ser el patio de Monipodio.
Algunos políticos de aquella época, cuyos nombres voy a
omitir, por razones obvias, estaban al tanto de lo que en
ese organismo pasaba. Pero les convenía para vivir una vida
nueva. Entregados a disfrutar de secretarias complacientes y
a derrochar dinero por doquier. Eran sibaritas de un momento
único. De un momento tan intenso como placentero, vivido por
arte de birlibirloque. Ya que entre dietas, comisiones, y
venta de algún inmueble, podían realizarse como políticos
profesionales.
Iván Chaves, muchacho, creo que te ha llegado ya la
hora de que cada noche, al acostarte, te plantees si en
realidad no eres más tonto de lo que pareces. Porque en mi
caso, pese a que hay sentencia en la que se habla de
erudición y enseñanza a los lectores, la duda sobre mi grado
de necedad no deja de asaltarme.
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