No hay nada más mezquino que el
ser humano se envilezca, y en lugar de propiciar crecer en
humanidad, se permita que la maldad nos triture la vida.
Está bien mantener la calma, pero no se pueden cerrar los
ojos, ni taparse los oídos a la evidencia. Hay que proceder
con justicia y no ceder a los chantajes. En nuestros días,
cuando se sigue observando que el mayor número de males que
sufrimos proviene de nosotros mismos, se constata que todo
tiene una idéntica causa, la permisividad hacia el ser
humano, la falta de respeto por la verdad y la palabra dada,
junto a una generalizada tendencia a generar tensión y a
permitirla. La agresividad, el odio y la venganza, crece y
no hay poder que diga ¡basta!.
Desgraciadamente la vida familiar y social está llena de
violencia. Lamentablemente también la vida de los poderosos
está crecida de males. Quien mal anda, mal acaba, y, desde
luego, una sociedad acostumbrada a convivir con las
maldades, a no hacer nada por excluir el mal de sus vidas,
termina haciendo realidad el dicho de que el hombre es un
lobo para el hombre. A veces la misma sociedad te hace ser
malo de tanto sobrellevar la carga a fuerza de palos.
Una de las grandes maldades que no habría que tolerar son
las limitaciones de los derechos humanos a las personas. Son
muchos los ciudadanos agraviados en su dignidad, que esperan
un rescate humano y una justicia social. Es cierto que los
Organismos internacionales se refieren continuamente a la
tutela de los derechos humanos y, en particular, lo hace la
Organización de las Naciones Unidas que, con la Declaración
Universal de 1948, se ha propuesto como tarea fundamental la
promoción de los derechos del hombre, pero a veces no pasa
de ahí, de la mera intención, de las palabras fáciles y de
las cumbres fotogénicas. El incumplimiento de compromisos
está a la orden del día. El cruzarnos de hombros también. Lo
que se dice hoy se desdice mañana. Con este obrar
condescendiente, lo único que se refleja es la falta de
autoridad de la institución, que queda en entredicho para
desdicha del ser humano.
Parece, pues, que la maldad, con su carga de dolor, no
conoce límites, como nos lo demuestran las tristísimas
noticias que a diario nos penetran el corazón. Pero, ¿por
qué se permite este aluvión de maldades?. El mundo no puede
adiestrarse a esta doma de malicia. Por ello, considero que
las instituciones internacionales deben permanecer atentas a
cualquier brote de maldad y estar listas para actuar, con
total contundencia. Creo también que cada persona, por si
misma, debe desistir de curar el mal por medio del mal. Como
dice Hermann Hesse, “lo blando es más fuerte que lo duro; el
agua es más fuerte que la roca, el amor es más fuerte que la
violencia”. La humanidad está obligada, por tanto, a
recapacitar y preguntarse a dónde se está encaminando o,
mejor, hacia dónde se está precipitando con el injerto de
tantas vilezas y bajezas consentidas. Desde luego, nadie se
hace perverso de la noche a la mañana. La maldad es cultura
adquirida, y lo que es aún más grave, en ocasiones
subvencionada por los poderes.
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