Días atrás, me tropecé con
Antonio Francia por el centro de la ciudad. Y, como cada
vez que ello ocurre, no tuvimos el menor inconveniente en
pararnos, darnos la mano, y hablar durante unos minutos de
lo que se encartase. Debo confesar que Antonio y yo nos
conocemos desde hace un montón de años y que hemos sido
vecinos, durante mucho tiempo, en un edificio que se asienta
en la calle Delgado Serrano. De modo y manera que ambos
sabemos algo el uno del otro.
Jamás entre Antonio y yo, pese a compartir conocidos
distintos y frecuentar ambientes muy diferentes, hubo motivo
alguno para disentir de mala manera. Lo cual no significa
que hayamos estado siempre de acuerdo con ideas y opiniones
que, en relación con cualquier asunto, haya sido causa de
debate.
A lo que iba, y perdonen la digresión, que Francia, días
atrás, tuvo a bien recordarme una época de mi vida en la
cual él sabía que yo le dedicaba muchas horas a la lectura
de ‘Obras de Ortega y Gasset’. Libro de más de mil
quinientas páginas. Y que aún conservo, si bien en estado
deplorable. De tanto usarlo, y, desde luego, porque lo
conseguí de segunda mano.
Las palabras de AF hicieron posible que yo me acordara,
inmediatamente, de uno de los ensayos del todavía mejor
filósofo de nuestra España. Por más que en cierta ocasión,
charlando con Fernando Savater, tras haberle
entrevistado, éste me dijera que la escritura de Ortega era
barroca en extremo. Y mi respuesta al maestro no se hizo
esperar: a mí me sigue gustando don José más por cómo dice
las cosas que lo que dice. Lo mismo me sucede leyéndote a
ti. Y Savater, un fenómeno también en el aspecto personal,
me invitó, al instante, a otro escocés.
Al grano: del ensayo que me acordé, en cuanto Francia nombró
a Ortega, fue el titulado ‘Profundidad y superficie’. Y reza
así: Cuando se repite la frase “los árboles no nos dejan ver
el bosque”, tal vez no se entiende su riguroso significado.
Tal vez la burla que en ella se quiere hacer vuelva su
aguijón contra quien lo dice. Los árboles no dejan ver el
bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe.
La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto
de ellos, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el
paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos
sentimos dentro de un bosque. La invisibilidad, el hallarse
oculto no es un carácter meramente negativo, sino una
cualidad positiva que, al verterse sobre una cosa, la
transforma, hace de ella una cosa nueva. En este sentido es
absurdo –como la frase susodicha declara- pretender ver el
bosque. El bosque es lo la latente en cuanto tal.
Existen cosas que, puestas de manifiesto, sucumben o pierden
su valor y, en cambio, ocultas o preteridas llegan a su
plenitud Hay quien alcanzaría la plena expansión de sí mismo
ocupando un lugar secundario, y el afán de situarse en
primer plano aniquila toda su virtud.
Y continúa Ortega desarrollando un tema que debería servir
de enseñanza, pues sigue estando vigente, a algunos hombres
que se niegan a reconocer la profundidad de algo porque
exigen de lo profundo que se manifieste como lo superficial.
Los hay en esta ciudad, que intentan, sin reparar en medios,
destacar en la política. Y no cesan de obtener ruidosos
fracasos. Con lo fácil que les sería, dada sus innegables
derrotas, abandonar el primer plano.
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