Me invita a comer, inmerso en la
crisis de quien lleva varios días sin fumar, y me dice que
para paliar el “mono” ha decidido echar mano del chismorreo.
Y que no hay reunión donde no se muestre dispuesto a la
habladuría sobre asuntos ajenos.
Y, ante la cara de extrañeza que pongo, decide hacerme el
artículo del chisme:
-Mira, Manolo, los antropólogos consideran que
chismorrear es un buen medio de mantenimiento del control
social y arma indispensable en las disputas entre facciones
enredadas en conseguir logros a cualquier precio. Y, además,
está demostrado que chismear repercute positivamente en la
salud. Ayuda a mejorar la circulación sanguínea.
-Vaya, no sabía yo los beneficios que otorgaba semejante
actividad. Si es así, harían muy bien los médicos en
recomendarla. Pues es de coste cero. Y los tiempos que
corren son, precisamente, para imaginar con el fin de
recortar gastos innecesarios.
-A propósito –dice mi interlocutor-, ¿te he contado yo a ti
alguna vez algo relacionado con un funcionario que en la
huelga general de 1988, la que lideró Nicolás Redondo,
decía impropios contra los sindicatos, y años después se
convirtió en el sindicalista liberado y más aguerrido que
hay en esta ciudad?
-No. Ni tengo la menor idea de quién pueda ser. Y tampoco me
interesa de momento conocer su nombre. Amén de que todo el
mundo tiene derecho a evolucionar.
-Me da la impresión, Manolo, de que te estás quedando
conmigo. Y si te dijera que el cambio radical que se produjo
en esta persona, pudo deberse a que pasó en su momento por
un trance de homoerotismo. Una atracción hacia otro
individuo que le duró lo justo para cambiar de ideas.
-¡Calla!... No sigas por ese camino…
-Perdona, Manolo, de lo que se prendó el funcionario fue de
la labia del dirigente sindicalista, así como de su
desprendimiento e inteligencia. Y, desde entonces, no ceja
de propalar estas virtudes a cada paso. Espero que hayas
cogido ya la onda.
-Pues no. Sigo en blanco. Tal vez, créeme, porque a mí me
desagradó siempre tener que adentrarme en esa situación de
los sindicalistas liberados, por una razón bien sencilla:
los hay que gozan de mi estima y no quiero decir nada que
pueda herir la susceptibilidad de ellos.
-¡Huyyyy…! A ti te veo yo muy cambiado. Me asombras, Manolo.
Y me haces pensar que estás pasando por un momento en el
cual no quieres mantenértelas tiesas con nadie. En cualquier
otro momento, lo primero que me hubieras pedido es el nombre
del individuo de cual te estoy hablando. Máxime cuando me
consta que el fulano te tiene una tirria tan grande como
para desearte cada día lo peor.
-Pues bien. Pero se nota que cuenta con poca fuerza entre
sus santos preferidos. Ya que en diciembre cumplí setenta y
un años y soy capaz de hacer el test de Cooper sin
desentonar. En fin, estimado conocido, que te agradezco tu
invitación y el rato que me has hecho pasar poniéndome al
tanto de cosas verídicas o no, que versan sobre la vida
privada de una persona. Y que a mí me importan un bledo.
Ahora bien, siempre y cuando esa persona u otras personas
allegadas a él, no me toquen los dídimos. Que te sea leve lo
no de fumar. Y hasta pronto.
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