Los años no han logrado arrebatarle muchas de sus mejores
cualidades. No le han robado la alegría, ni esa mirada
risueña y, por supuesto, tampoco ha perdido la memoria, una
característica de la que Manuel Sánchez habla con verdadero
orgullo, “aún recuerdo que fue el tema número 17 el que me
tocó en las oposiciones para policía y que fue el día en que
el toro ‘Islero’ mató a Manolete”, presume. Manuel también
recuerda las palabras de Alfredo Meca, “el secretario
general de Ayuntamiento me dijo que ojalá Dios me conservara
la memoria por mucho tiempo, y así ha sido”, señala.
Manuel tiene tantas historias que contar que sería imposible
resumirlas en un solo reportaje. Su vida laboral indica que
ha sido policía local aunque “he sido más conocido por las
otras cosas que he hecho”, y entre esas cosas figura su otro
oficio, ‘garrapiñero’. Comenzó ayudando a sus padres para,
posteriormente, trasladarse al que fue su lugar de trabajo
durante más de 30 años, “escogí la palmera más grande del
Paseo de las Palmeras, allí establecí un puesto que abría
todos los días, y que tenía que compaginar con los turnos de
policía”, afirma.
A pesar de que le gustaba ser ‘garrapiñero’ Manuel confiesa
la principal razón por la que compaginaba los dos trabajos,
“no ganaba lo suficiente como policía y tenía que mantener a
toda la familia. En el momento en que mi hijo pequeño
encontró un trabajo, decidí dejarlo, ya había cumplido mi
misión durante todo ese tiempo”, reconoce.
Fueron tiempos duros, donde era necesario realizar un
esfuerzo extra para llegar a fin de mes. Sin embargo,
también era un trabajo gratificante, y no exento de multitud
de anécdotas, “en una ocasión decidí descansar unos días y
un compañero colgó un cartel en la palmera que ponía,
‘cerrado por vacaciones’, rememora risueño.
Si volviera hacia atrás, no hubiera escogido otro lugar
diferente para poner el puesto de garrapiñadas, “era un buen
sitio y yo no sólo las vendía, si no que también las
preparaba, especialmente en los fines de semana, días en los
que había más jaleo de personas caminando, eran tiempos de
poco coche, no como ahora”. Sin embargo, había otra razón
para elegir ese lugar, “siempre tenía la preocupación de que
mis jefes me fueran a decir algo, en varias ocasiones tuve
problemas pero, finalmente pude seguir con los dos trabajos.
Dejaba los utensilios en el ‘Bar sin nombre’ y allí también
me quitaba el uniforme del trabajo”, comenta.
No tuvo que vender ningún otro fruto, sus garrapiñadas
tenían tanto éxito que le hicieron poseedor de un apelativo
cariñoso, “me llamaban Manolo ‘el almendrita’ pero no se
atrevían a decírmelo a la cara, lo que no entiendo. Si me lo
hubieran dicho no me hubiera molestado en absoluto, es más
me enorgullece que me conozcan de esa manera”, afirma
sincero.
En mitad de la entrevista Manuel explica el secreto del
inconfundible aroma, y también de su sabor, “yo utilizaba la
vainillina, sucedáneo de la vainilla. Echaba una pizca en el
perol, que siempre tenía un poquito de agua y de ahí salía
ese olor tan bueno que tenían mis garrapiñadas”, relata con
pruebas puesto que aún conserva frascos de vainillina que
por increible que pueda parecer, aún mantienen el olor de
antaño.
Era un aroma tan sorprendente que Manuel recuerda que
llegaba a media Ceuta, “cuando el viento era de levante,
llegaban personas desde el Puerto hasta mi puesto para
comprarlas, y si el viento provenía de poniente, entonces
venían las personas desde el Revellín. A veces iba en el
autobús y observaba a los viajeros que olfateaban en el aire
con el olor a mis garrapiñadas”. Tres frutos dulces por dos
pesetas, “eran otros tiempos, precios de entonces”,
manifiesta.
Llegado el momento, Manuel decidió jubilarse para poder
hacer otras cosas, “de policía me jubilé a los 62 años, y
desde entonces no he parado de viajar, he agotado todos los
viajes del Inserso”, confiesa. Y, por si fuera poco, este
hombre polifacético e inquieto, decidió aprovechar su buena
memoria para una nueva ocupación, “cuando me jubilé, empecé
a hacer teatro para mayores. He hecho multitud de sainetes
cortos e, incluso obras más largas. Me he aprendido textos
muy largos pero sin dificultad”.
Mil anécdotas que Manuel rememora con el convencimiento de
las personas que se sienten orgullosos de la vida que han
llevado, “a veces echo de menos vender garrapiñadas y,
además, ahora me veo más viejo”, ríe divertido. Quizás si
sólo hubiera tenido que trabajar de policía, hubiera podido
descansar más pero, tal y como él finaliza, “me siento
orgulloso de que la gente diga, mira, ahí va el hombre de
las garrapiñadas”.
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