En “El español y los siete pecados
capitales”, y en el capítulo correspondiente al sentimiento
de la envidia, Fernando Díaz-Plaja, autor del libro,
comienza así: “Parece mentira que el pueblo más generoso del
mundo sea probablemente el más envidioso; una de las tantas
paradojas del alma española”. Y nos invita a leer “El
Hospital de los podridos” -entremés de Cervantes-,
debido a que en él aparece una serie de gente que odia a
otros por los más variados pero siempre absurdos motivos.
Por estar enfermos de la envidia.
Oscar Wilde, dandi irlandés, tan atiborrado de
ingenio, como tildado de cínico, sufrió en sus carnes la
envidia por ser singular en su época. Y pensaba así al
respecto: “Es muy fácil soportar las dificultades de
nuestros enemigos. Lo que es difícil de soportar son los
éxitos de nuestros amigos”.
La envidia, la que según Quevedo va tan flaca y
amarilla porque muerde y no come, deja huellas evidentes en
quienes no la pueden superar. A los envidiosos se les nota a
la legua el desgaste que semejante penar les ocasiona. Los
envidiosos no tienen que serlo de personas que gocen de
fortunas grandes o de cuerpos inmaculados. En absoluto. Para
estar enfermo de la envidia basta, parafraseando a Cervantes
en el entremés reseñado más arriba, el que una mujer hermosa
esté caída de boca por un hombre calvo y con los ojos
arrasados y necesitados de lentes gruesas. O bien, porque un
señor bajo de estatura lleve diez años gobernando una ciudad
en la que sus habitantes le siguen votando porque les da la
real gana.
Del señor bajo de estatura suelo yo quejarme en privado.
Cierto es que no hablo nada en su contra que no le haya
dicho ya a él, en su momento. Y expongo sus defectos, claro
es, sin el beneplácito de quienes me oyen en tales
ocasiones. Los cuales suelen tacharme de repetirme, en
algunas sobremesas, en críticas que ellos consideran tan
pasadas de moda como aburridas. Y no dudan en fruncir el
ceño en cuanto principia mi actuación.
Pero el señor bajo de estatura, dicho lo de bajo sin el
menor sentido peyorativo -pues serlo es una condición que
bien aprovechada es hasta premiada con un Balón de Oro-,
dado que es inteligente, sabe que mi publicitada inquina
contra su persona no dejar de ser una pose carente de
dificultades. Y es así, porque, aunque quisiera, ya no puedo
ser enemigo suyo. Ni de él ni de nadie. Por razones obvias.
Los enemigos de Vivas son sus amigos. Los que han presumido
de serlo durante muchos años. Los mismos que llevan ya
tragando quina desde hace una década porque no soportan sus
éxitos. Los éxitos de un señor que, a la chita callando, un
buen día decidió participar en la política activa, tras
haber estudiado detenidamente cómo eran sus adversarios. Y
cayó en la cuenta de que eran perdedores a tiempo completo.
Y hasta hoy. Un hasta hoy que tendrá una continuación de
cuatro años más.
Sí, ya sé que ustedes estarán pensando en que el mejor amigo
de Vivas era Aróstegui. Y puede que lo siga siendo.
Ya que Vivas no suele desechar amistades. Pero hay más
amigos de JV, de toda la vida, que no soportan sus éxitos.
Uno de ellos es aún más peligroso que él que empieza a ser
conocido también por el sobrenombre de ruina. Por destruir
cuanto toca. Me refiero a uno que quiso ser alcalde y ahora
se cree que es Bobby Deglané.
|