La prohibición de fumar está
generando discusiones a granel. Y los debates televisados al
respecto están a la orden del día. Lo cual, debido a que fui
un niño nacido en la posguerra, me ha hecho recordar las
dificultades que tenían los pobres, que eran mayoría
absoluta, para fumar en aquellos entonces. Pues el tabaco se
racionaba y dada la hambruna existente, los poseedores de la
cartilla de racionamiento no tenían más remedio que vender
su cupo para obtener unas perras con las que poder poner la
olla durante unos días. Luego, en vista de que quedaban
sometidos al mono clásico de los enviciados en el arte de
tragarse los humos, compraban cigarros sueltos. Pero
pagándolos a un precio superior. Aunque a plazos. Tampoco
faltaban los que, amparándose en la noche, recogían las
colillas que otros iban tirando.
En mis primeros años de bachiller, casi todos mis compañeros
de clase fumaban cigarrillos de matalahúva. Y lo hacían, a
escondidas, en las afueras de la ciudad. Una vez, para no
desentonar, di dos o tres caladas a un pitillo y me sentí
mareado y preso de un sudor frío muy desagradable. Y juré
que nunca más fumaría. Eso sí, siempre soporté con
estoicidad mi situación de fumador pasivo. Así que jamás
emití la menor queja cuando me tocó verme rodeado de
fumadores por doquier. Cierto es que la práctica del fútbol,
desde que pude mantenerme en pie, me hizo mucho bien para no
caer en la tentación de echarme a pecho el humo del tabaco.
Que era la frase que más se oía entre los fumadores
incipientes. Como fiel demostración de que ya dominaban el
arte de fumar.
Porque saber fumar, lo que se dice fumar con arte, no es
tarea fácil. Por tal motivo, un día le dije a Sara
Montiel, cuando estaba casada con Pepe Tous,
editor de ‘Última Hora’, periódico vespertino de Mallorca,
que yo me caí de boca por ella viéndola fumar en pipa en el
‘Último Cuplé’. Y diciendo lo de fumar es un placer, genial,
sensual. Y Sara, ante la presencia de su marido y de
Antonio Seguí, constructor y presidente del equipo
bermellón, se reía de mi requiebro.
Todavía, después de muchos años transcurridos, a mí me sigue
encantando ver a una señora fumar con ese estilo
inconfundible que tienen las señoras que saben hacer de tal
vicio un ejercicio tan atractivo. Confieso que soy muy dado
a observarlas. Y mucho más si son capaces de saber estar
sentadas como mandan los cánones de la mejor distinción.
A mí me tocó vivir una época en la cual, amén de los actores
de cine y teatro, toreros y otras personas pertenecientes a
profesiones donde los nervios abundan, fumaban los
entrenadores de fútbol. Los había que se quemaban durante
los partidos. Y era peligroso sentarse con ellos en el
banquillo. Fumaban y encima llegaban ebrios a la cita.
Estimulados en exceso para evitar los nervios que a veces le
hacían perder la noción del tiempo y del sitio en el cual
estaban. De esos entrenadores, algunos tenidos por grandes,
podría contar anécdotas que harían las delicias de los
lectores. Por más que en ellas estarán siempre presentes los
dramas de los que decidieron vivir de una profesión a la que
acudían drogados para resistir el envite. La costumbre de
fumar en los banquillos se perdió. También se ha perdido el
imaginar sobre la marcha para resolver los problemas que van
surgiendo durante los partidos. Y no creo que sea debido a
ninguna ley contra la sapiencia futbolística.
|