En la actualidad, los cristianos
nos entregamos a una fiesta que dista mucho de esa
celebración vana que tratan de vendernos. La conmemoración
de la reconciliación de Dios con el hombre, reconocemos que
nuestra humanidad –frágil, inerme, diminuta- ha sido
revitalizada por ese retoño del tronco de David que quiso
hacerse como uno de nosotros, que quiso que la excelsitud
anidara en el barro con el que estamos hechos: y, como esa
unidad de Dios con el hombre debe hacerse sensible, cantamos
y reímos y montamos belenes y nos reímos con nuestros
familiares, rememorando que el Niño Dios fue acogido en una
familia, como nosotros mismos lo fuimos… (J.M.P).
Vivir la Navidad de una forma cristiana es posible. Basta
con fijarnos en nuestros vecinos, como testimonio de ello,
particularmente en aquellos que huyen del consumismo vacío,
o de la mera tradición familiar, con un ingrediente común:
hacer presente a Cristo en los días en que Él es verdadero
protagonista de la fiesta. Porque en Cristo y sólo en
Cristo, hay Navidad.
Siempre, en estos días, se ha tenido o procurado tener una
buena relación con nuestros familiares y vecinos. Era
frecuente que nos visitáramos y, al menos, pronunciáramos la
expresión ¡Felices Fiestas!, con la consiguiente
reciprocidad. Incluso, compartir una copita de coñac o anís.
En la actualidad esta sana costumbre está en decadencia y,
si nos “tropezamos” con ellos, nos aventuramos a saludarles
con “¡Felices Fiestas!” comprendiendo, obviamente, a la
Navidad, Año Nuevo y Reyes.
Con un antiguo compañero de clase me encontré en estos días.
Hacía muchos años que no lo veía. Él, por asuntos
profesionales había abandonado nuestra ciudad. Me alegré
mucho de su encuentro y, como no podía ser de otra forma, le
deseé ¡Felices Fiestas! Yo esperaba que su respuesta fuese
“¡Igualmente!”, para finalizar el cumplido. Pero, mi
sorpresa fue enorme cuando me contestó: “Andrés, eso ya no
se lleva”. Quiso argumentar, justificando la ruptura del
cumplido. “En los tiempos modernos, esa expresión resulta
rancia. Además, sólo es un deseo del que la profiere, por lo
que no tiene ningún sentido que lo que vayamos a hacer tenga
que ser necesariamente vinculado a la felicidad”. Preferí no
entrar en ningún tipo de polémica, y ya no supe si
verdaderamente me había alegrado de verle.
Un segundo encuentro ha tenido otro sentido: hemos
recordado, gratamente las Pascuas, porque para nosotros eran
“Felices Pascuas y próspero Año Nuevo”. Pepe, mi amigo y
vecino de toda la vida, empieza a situarnos en el ambiente
familiar que se respiraba en nuestra Colonia. Unos días
antes, el ambiente era de la “elaboración” de rosquillos, lo
único a los que teníamos acceso. Nada de polvorones, ni
turrones. Nuestros “clásicos”, tenían algo muy importante:
el amor que ponían nuestras madres en su elaboración. Como
la cantidad elaborada no era mucha, muy pronto nos
quedábamos sin ellos, y ya para la siguiente fiesta se
festejaba sin apenas nada.
Solía no faltar para Navidad un pollo o gallina, preparada
por nuestra madre y que servía para la Navidad, realizando
una buena distribución para que en el “festín” pudiéramos
participar todos en igualdad de condiciones. Para el Año
Nuevo, lo que Dios ponía en manos de nuestras madres, que en
general, era como un día normal.
Pero, en lo que se refiere a festejar Navidad y Año Nuevo,
éramos unos auténticos campeones. Con modestos instrumentos,
panderetas, sonajas, zambombas… habíamos constituido
nuestros coros y, sin salir de nuestro “territorio”,
solíamos visitar a nuestros vecinos. El foco de atención, es
decir, a la primera familia que nos diríamos era el
domicilio de mi tío Gabriel, padre de un personaje muy
popular, mi primo Pepe “El zapatero”. Se caracterizaba esta
familia por la alegría con que celebraba estas fiestas.
Después, íbamos a otras casas para también felicitar a sus
miembros, esperando siempre la generosidad de ellos, al
obsequiarnos con unos rosquillos.
Pasados tantos años de felices recuerdos, quiero mencionar
que, llegado el mes de Noviembre, para conseguir unas buenas
“actuaciones” ensayábamos, siempre que nuestras obligaciones
de estudiante nos lo permitían.
No era frecuente encontrar una casa con el clásico “belén”.
Tampoco el llamado “árbol de Navidad”. El “belén”, sus
figuritas, nos transmiten alegría y nos ofrecen ternura, y
al contemplarlas nos sentimos en paz con nosotros mismos y
con nuestro entorno.
El “belén” es una tradición que enlaza con los antiguos
misterios, dramas sagrados y laúdes dialogados y dramáticos.
Los primeros belenes de los que nos llegan noticias son de
1.300, constituidos por grandes piezas de mármol, madera o
barro, colocados en capillas.
En el “Belén” familiar, la escena del nacimiento de Jesús
hace más de dos mil años, sigue congregando los sentimientos
más genuinos de la Navidad, el sentido de familia, la
ternura ante el Niño recién nacido, la alegría y hasta una
pizca de sorpresa. Todo y todos caben preferentemente en el
salón principal de la casa. En él cabe toda la historia de
la familia, sus recuerdos más queridos…
Cabe preguntarse si nuestros “belenes” tienen futuro.
¿Tendrán continuidad estos “belenes” familiares? Es cierto
que en la actualidad esta significativa aportación está en
decadencia. El excesivo consumismo de un perfil
materialista. Posiblemente lleve razón mi antiguo compañero,
con lo de “eso ya no se lleva”, y empecemos a olvidarnos, la
sociedad actual, del significado de la Navidad:
“Llora, sin temer que el Niño
despierte a tu llanto tierno,
que al son de fuentes de llanto
duerme Dios con más contento.”
LOPE DE VEGA
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