Esa tarde, un ligero Poniente acariciaba su joven rostro de
tez tostada por las largas tardes jugando en el descampado.
Aquella suave brisa mecía su negro y ahora más que cuidado
cabello, como lo hacía su madre cuando era pequeño. Sentado
sobre el muro de piedra, allá en lo alto del monte, las
alegres risas de su grupo de amigos, sonaban a lo lejos y
rompían silencio, su silencio. La explanada lentamente se
llenaba de romeros que subían a honrar a al Patrón de la
vieja ermita. Casi sin darse cuenta se había alejado a penas
unos metros; un viejo recuerdo, una punzada helada le
perforó por un momento el corazón; mientras, con los ojos
entrecerrados, intentaba adivinar allá a lo lejos, las
siluetas de los edificios de su antiguo pueblo, tan cercano
y a la vez tan lejos. Tímidamente una lágrima asomó
comenzando a deslizarse por su mejilla.
- ¡¡Yasser, Yasser!! ¿Qué haces?
- Nada, nada, ya voy. Rápidamente con la mano, se limpió la
tristeza del rostro. El ruido de un motor arrancando rompió
su sueño de niño. Aún no entendía cómo se había podido
quedar dormido encajado en aquel grasiento habitáculo lleno,
sobre todo, de miedo. Había pasado la noche retorcido entre
hierros y cables. Cara sucia, ropa manchada, un gran dolor
le recorría el de arriba a abajo. A pesar de estar en pleno
junio, sentía frío en los pies y las manos. El dolor de los
calambres le rompía la espalda. El camión se puso en marcha,
poco a poco el suelo comenzó a moverse cada vez a más
velocidad a escasos centímetros de su cara. El aire se hacía
irrespirable. Pero por nada del mundo iba a desistir de su
objetivo, quería alejarse, quería ir a España. No había
tenido tiempo de planearlo.
-¡¡Yasser, tío!! Vamos que se acaba la fiesta.
-Sí, un momento, que ya voy ¡¡Plastas que sois unos
plastas!!. ¡Ahlan!, a estas alturas sabéis que me llamo
Yasser, hace tiempo que vivo en Ceuta, mi nombre es de lo
poco que conservo del pasado, bueno, mi nombre y mis amargos
recuerdos.
Parece que fue ayer, aunque han pasado nueve años. Aquella
tarde de a mediados de junio, transcurría como cualquier
otra, jugando en el patio trasero de la casa junto a mis dos
hermanos pequeños, Ahmed y Bilal. También, como cualquier
otra, se oían los gritos de mi ebá (padre) peleando con mi
mamma, pero esta vez algo fue diferente, de pronto se oyó un
gran estruendo, ¡Algo se había roto!, corrimos hacia dentro
y vimos como mi padre golpeaba a mi madre. Intentamos
defenderla abrazándonos a ella, pero sólo conseguimos que
arrojara contra el suelo a mi hermano menor, golpeara en la
cara a Bilal y a mí, bueno eso no es importante. Impotentes,
mirábamos a mi hima esperando que reaccionara e hiciera
algo; no la reconocía, permanecía en silencio, la mirada
perdida, ¿Dónde estaban aquellos brazos que de pequeño me
protegían? ¿Aquellos que me apretaban y dejaban fuera al
Mundo?. Vi el miedo en las caras de los dos pequeños.¡¡Mama,
mama!! Impotente lloraba sin poder derramar ni una sola
lágrima. Corrí y corrí, no sé ni hasta cuándo y ni hasta
donde, sólo sé que me encontré aterrorizado, sudoroso,
agazapado en un rincón oscuro frente a un puesto de policía,
junto a un aparcamiento de camiones, y en mi pensamiento la
imagen de mi madre y el llanto de mis hermanos, que quedaron
atrás.
Aún hoy me duele el alma. El dolor me paralizaba el cuerpo,
tenía miedo de terminar bajo aquellas dieciséis ruedas, las
fuerzas me abandonaban cuando llegamos al lado marroquí de
la frontera. El pulso martilleaba en mis sienes, hasta el
punto que temí que me delatara el sonido de mis latidos.
Quería fundirme con las chapas del camión, no sabía a qué
dios rezar para que no me descubrieran. El tiempo
transcurría lentamente, casi diría que llegó un momento en
el que se detuvo. Estuve a punto de gritar cuando de nuevo
el monstruo reanudó la marcha. Lentamente pasamos el control
de la zona española, y al paso por los badenes se me
clavaron mil hierros en el costado; el dolor hizo que me
soltara y estuve a punto de caer. Como pude aguante debajo,
con los ojos llorosos por los humos del escape. De nuevo
parados. La policía revisaba los bajos del vehículo, las
luces de las linternas escudriñaban cada uno de los
recovecos, de pronto el ladrido de los perros que en su
juego buscaban drogas; uno me miró, creo que le di algo de
pena, o quizás hasta él pensó que no merecía su atención.
Resoplido de los calderines, dos acelerones y de nuevo
puesta en marcha; de aquí hasta el barco y con un poco de
suerte, cuando cruce el Estrecho, podré buscarme la vida en
España. Ya lo tengo ahí, al alcance de la mano. Frenazo,
¿Qué pasa?, me he relajado y la bestia me ha escupido, estoy
sobre el asfalto, sale un agente de un coche que acaba de
encender las luces azules, corro y corro, salto por entre
los coches, paso el puente, cruzo la calle, me mezclo con la
gente, bajo las escaleras, y me agacho tras una gran piedra
del espigón esperando que de un momento a otro me atrapen.
Pasa un minuto, diez, media hora y sigo en alerta. Me duele,
me miro el codo, se me ha roto la manga de la camisa, la
sangre me gotea brazo abajo, en la caída me he quemado.
Tengo hambre, pero no puedo salir, tengo que seguir
escondido, por lo menos hasta que se haga de noche, pero es
que tengo mucha hambre, en el estómago tengo mil gatos
ronroneando. Resguardándose del Sol, bajo una sombrilla hay
una señora de generosas medidas, lleva puesta una bata
decorada con grandes flores de colores chillones y una gorra
de Coca-Cola. Alrededor, dos niños pequeños alborotan entre
la arena y el agua gritando y salpicando. La oronda señora
abrió la nevera de plástico azul que tenía a su lado y ¡¡Diooos…!
Tiene pasteles, galletas, bocadillos de los que yo no puedo
comer, batidos de chocolate y de fresa, refrescos… ¡Cuantas
cosas caben en esa nevera!
-Señora, señora, jai lah (por favor) ¡¡tengo hambre!!
Mi cara tenía que ser un poema, y aunque lo primero que hizo
fue agarrar con fuerza el bolso y meterse la cartera en el
pecho. Yo tampoco me hubiera fiado de alguien con mi
apariencia. Enseguida me dio un vaso de chocolate y un
pastel.
- Pobre hijo, a saber cuántos días lleva sin comer. Decía
mientras seguía apretando el bolso entre su cuerpo y el
brazo. La tarde pasaba lenta tendido al sol. El Astro Rey,
pausadamente se tornaba rojizo. La playa poco a poco se
quedaba vacía. Encarnita, muy cariñosa, me preparó una bolsa
que me entregó justo después de recoger la hamaca, el bolso,
la nevera azul, la toalla, la sombrilla, los flotadores y a
los dos niños; ¡jamás hubiera adivinado la habilidad que
demostró la oronda señora para salir de la playa cargada con
todo aquel bagaje! Cuando me quedé sólo, y solucionado el
problema de la cena, decidí que sería buena idea buscar un
refugio donde poder pasar la noche. No disponía de dinero, y
aunque lo hubiese tenido, era menor y nadie me alquilaría
una habitación, deambulé arriba y abajo en busca de algún
sitio seco y a cubierto; no conocía la ciudad por lo que no
me atreví a alejarme mucho. Encontré un hueco bajo la
escalera que aquella misma mañana me había conducido hasta
la arena. Apañé unos cartones que encontré junto a un viejo
almacén, serian mi colchón, mi manta y mi techo Antes de
dormir me arrodillé y recé dando gracias a Alá y a su
profeta por haberme guardado en el día de hoy: ”Loa a Dios,
dueño del Universo. El Clemente, El Misericordioso. Soberano
en el día del juicio. A ti es a quien adoramos. De ti es de
quien imploramos socorro. Dirígenos por el camino recto…¡¡Y
gracias también por Encarnita!!”.
Aquella noche pasé miedo, mucho miedo, era mi primera noche
sólo, me arropó el sonido de las olas rompiendo contra la
roca y el viento arrulló mi sueño. “Él es quien os da la
noche como manto y el sueño para el reposo. Ha dado el día
para el movimiento (Corán 25,49)”.
Juan, Ton y Pilar ya están metidos en plena fiesta. Resulta
gracioso ver como este grupo de fiesteros de botellón
intenta bailar sevillanas. Siempre les ha dado igual, viven
despreocupados. La plaza de la ermita está repleta de gente,
parece que ya no cabe nadie más, pero aún cientos de
personas ataviadas al modo andaluz siguen llegando al
recinto, entre canciones y músicas, con la esperanza de
tomar algo frio en el bar de la explanada. Todo está
abarrotado, entre empujones, algún que otro pisotón, una que
otra disculpa y varias sonrisas, por fi consigo alcanzar a
esta banda de desgarbados que tengo como amigos.
-¿Qué hacías en el muro?
- Nada, hace un día muy claro y estaba mirando.
-Siempre estás pensando en lo mismo. ¿Por qué no te decides
y ya que eres mayor de edad pasas un día a ver a tus
hermanos?
-Sí, si lo haré cuando pase el verano.
Realmente se trata de una escusa. Dentro de mí albergo una
serie de sentimientos encontrados. Por una parte ansío ver a
mis hermanos; a mi madre, no lo se, nunca entendí su
reacción y la última imagen que quedó impresa en mi retina.
Y a mi padre, mejor no hablar. La fiesta sigue hasta tarde,
música, amigos y tiempo, todo el tiempo del mundo para ser
feliz. El día es largo y la noche seguro que dará para
mucho.
La luz se cuela entre las rendijas de mis cartones,
desgarrando mis ojos como afiladas dagas. Aún quedan
telarañas que enturbian mis pensamientos. No muy lejos se
oyen voces, cierro los ojos y afino el oído, pero de nada
sirve, hablan otro idioma y yo sólo se cuatro o cinco
palabras. Las que aprendí en las calles para sacarles unos
francos a los turistas que los fines de semana venían a
comprar al zoco de mi medina. Aún es muy temprano, varios
operarios vestidos con monos de amarillo chillón recorren la
playa recogiendo la basura que los bañistas dejaron el día
anterior; una gran máquina les acompaña para cargar las
bolsas llenas de desperdicios. Las gaviotas hacen picados
disputando los restos al personal de limpieza. Cuando los
pájaros se acercan demasiado, los hombres gritan algo, que
suena a improperios, haciendo aspavientos para espantar a
las atacantes. Antes de levantarme, desde mi improvisada
cama, exploro el paisaje; cerca hay una ducha, y un poco más
lejos un grifo. Algo más allá veo una caseta de madera
marrón que aún permanece cerrada. Por la pasarela de madera,
que llega prácticamente hasta la orilla, las palomas
picotean como locas.
Un hombre vestido con ropa deportiva, corre a lo largo de la
playa. Siguiendo la acera empedrada en la zona baja de la
muralla, una chica con una camiseta naranja de tirantes y
una maya negra; oye música con unos auriculares que lleva
conectados a una bolsa en el brazo, mientras estira y hace
calentamientos. Instantes después, un grupo de soldados
corre a la vez que canta, relevándose para llevar un poste
de teléfono. Aquí todo el mundo corre. Es hora de
levantarme, a lo lejos se oye el Al-Dan, debo cumplir mi
obligación con Él. Me dirijo al grifo para realizar el “wudo”.
Primero me lavo las manos hasta las muñecas tres veces,
otras tres veces me enjuago la boca. Después aspiro, también
tres veces, un poco de agua por la nariz y me sueno con la
mano derecha. El mismo número de veces me lavo la cara desde
la frente hasta el mentón. A continuación le toca a mi
antebrazo derecho. Me paso las manos mojadas por el cabello
de adelante hacia atrás. Ahora me limpio las orejas, y
finalmente me lavo los pies, empezando por el derecho. Ya
estoy listo: “Dios es el más grande. Doy testimonio que
Muhamad es el Profeta de Allah. Venid a la oración. Venid al
éxito. Dios es el más Grande, Dios es el más Grande. No hay
más Dios que Allah”.
Finalizadas mis devociones, el estómago me recuerda que aún
no he cumplido con mis obligaciones; no me queda ni una miga
de lo que ayer me dio Encarnita. Voy a ver como apaño el
desayuno, no tengo ni una moneda, daré un paseo por la
ciudad a ver como “me busco la vida”. A penas comienzo a
subir la escalera, en la tramo superior, apoyados con los
brazos en las barandillas, hay un grupo de seis o siete
chicos; hablan bastante alto, casi gritando, los entiendo,
hablan dariya, como yo. Llevan puesta ropa deportiva, unos
usan gorras con la visera hacia un lado, dos de ellos se
cubren con la capucha de la sudadera. No me ofrecen mucha
confianza, aunque sin quitarles ojo, procuro pasar entre
ellos sin mirarlos.
-¡Oye tu!, me dice el que está más abajo. ¿Eres de aquí?
-No, vivo, bueno mi familia es de Fdineq, a las afueras, en
dirección Restinga.
-¿Has venido con tu ebá?
-No he venido sólo, estoy en casa de mi yeddi (abuelo).
-¡Sí tío!, por eso te hemos visto durmiendo en los cartones.
En ese momento, pensé en salir corriendo, pero no creo que
hubiera llegado muy lejos, entre el viaje en los bajos del
camión y lo duro que esta noche estaba el suelo la pasada
noche, no tenía yo el cuerpo para muchos esfuerzos. -Se ve
que eres nuevo aquí, ¿a dónde vas ahora?
-Tengo hambre, voy buscar algo.
-Y ¿dónde vas a buscar? ¿Conoces Ceuta?
-No, ya me apañaré.
-¡Anda ven con nosotros! Vamos a “pillar” algo al centro y
después nos acercamos probar suerte al puerto. Me llamo
Mohamed, pero estos me dicen Momo.
-De acuerdo, ¡vale! Yo soy Yasser.
Nos dirigimos, siguiendo el paseo marítimo, en dirección a
la Catedral; después atravesamos una plaza bordeada por
setos. A la sombra, nos entretuvimos un rato al oír la
música que servía de banda sonora a un grupo que bailaba
“break dance”; que por cierto, no lo hacían nada mal.
Seguimos hasta el final de una calle comercial y poco
después, llegamos al semáforo que hay, justo, frente a la
esquina del mercado. En la pequeña plazuela resguardada por
frondosos árboles, un grupo de personas jugaban al ajedrez
en varias mesas de mampostería rematadas con tableros de
mosaico ajedrezado. Aparcados, a pocos metros, había dos
coches de policía. Intentamos pasar desapercibidos, por lo
que accedimos al interior por una puerta lateral, bajamos
las empinadas escaleras y nos entremezclamos con el gentío
que hacía sus compras del sábado. Momo se desenvolvía en
este ambiente como pez en el agua. Era un líder nato,
organizaba magistralmente al grupo que, con la agilidad que
para sí quisiera algún prestidigitador, conseguía día tras
día satisfacer nuestras necesidades y algún que otro pequeño
capricho. Los días se sucedían monótonos uno tras otro,
entre pequeñas correrías transcurrió algo más de un mes y
llegado el mes de “gusht” (agosto), se respiraban aires de
fiesta; grandes camiones cargados con alegres atracciones y
columpios inundaban los terrenos de la gran explanada, donde
poco a poco crecía una pequeña ciudad de llena de alegría,
de luces de mil colores y estridentes músicas que sonaban
por doquier. Como críos que éramos, aquel mundo nos
deslumbraba; los ojos se nos iban detrás de los coches de
choque, de la montaña rusa, de las casetas de tiro …, pero
la dura realidad no nos abandonaba jamás; debíamos seguir
procurándonos la supervivencia, de modo que, esquivando las
zonas más vigiladas, aprovechábamos los descuidos de la
gente para procurarnos algo de dinero. Momo dirigía y
vigilaba la llegada de la policía, estaba en su salsa. Yusef
y Rabet elegían las victimas y se encargaban de la
distracción. Karim y Fahd se hurgaban en el bolsillo ajeno,
mientras los demás sacábamos lo sustraído hasta otro lugar
de modo, que en un momento, aunque sorprendieran a Fahd o a
Karim, jamás llevaban nada encima. Éramos todo un equipo.
Éramos ¡¡EL EQUIPO!!
No nos iba nada mal pero, terminadas las fiestas, con el
tránsito de los feriantes a la Península, vimos la
oportunidad de dar el salto definitivo, aquella que vi
frustrada con el inoportuno frenazo del camión que me arrojó
al asfalto. Teníamos muy estudiados los accesos a la zona de
embarque, conocíamos los horarios de los barcos incluyendo,
por supuesto, sus retrasos, habíamos descubierto cuando las
revisiones eran menos estrictas. Prácticamente lo teníamos
todo estudiado y nada podía salir mal, así que decidimos que
al día siguiente nos colaríamos en el puerto y después de
que le hubiesen pasado la revisión nos esconderíamos en los
bajos de los camiones tal y como ya había hecho cuando pasé
hasta Ceuta. ¡Qué noche tan larga! El tiempo transcurría
perezoso. Intentamos descansar pero fue imposible pegar ojo.
Muy temprano nos encaminamos hacia al puerto, pertrechados
con nuestras pequeñas mochilas que habíamos comprado en “los
chinos”, en ellas no cabía gran cosa, pero eran lo
suficientemente grandes para albergar todas nuestras
ilusiones.
Formábamos un singular ejército armado con mil sueños,
esperanzas y planes de futuro. Todo marchaba como habíamos
planeado. Escamoteados entre los almacenes que hay cruzando
la avenida, desde donde podíamos ver el atraque de los
barcos, el corazón parecía marcar el paso. Al ver que
entraba de turno aquel policía rechoncho, con bigote, la
gorra un poco ladeada hacia la izquierda y eterno cigarrillo
en la boca, decidimos que era la hora. Con un fuerte apretón
de manos y un golpe de pecho al abrazarnos, nos deseamos
suerte y nos despedimos hasta que nos volviéramos a ver al
otro lado. Todo transcurría como la seda, no en vano Momo lo
había planeado. Primero les llegó el turno a Yusef y Karim;
vimos como, ágiles, se deslizaban y sorteaban la reja, justo
en el punto donde días antes habíamos despuntado las
lancetas de la valla. Poco después, arrastrándose por el
asfalto, conseguían alojarse en la caja del camión que
transportaba al “Barco Vikingo”. Los siguientes éramos Rabet
y yo. Sigilosamente seguimos sus pasos, nos detuvimos junto
a la base de una gran farola, inspeccionamos la ruta y, en
segundos, como serpientes, totalmente pegados al sucio
suelo, formábamos parte de los bajos de un camión de alegres
colores e intentamos acomodarnos lo mejor posible,
aprovechando el tiempo para camuflarnos con los elementos
propios del monstruo. Lo más difícil estaba hecho, sólo
quedaba llegar al otro lado y antes del control
escamotearnos y encontrar la forma de salir a la ciudad.
Ahora lo único que debíamos hacer era intentar
tranquilizarnos y tener cuidado de no delatarnos. Pasó algo
más de una hora, nos alertó el sonido de la puerta del
camión al cerrarse, sonido del motor, resoplidos al soltar
el freno, esta rutina ya me era familiar y tras cinco
minutos de espera, por fin nos pusimos en marcha. Avanzamos
unos pocos metros y nos detuvimos justo al pasar unos sucios
edificios.
¡¡Roco busca, busca!! Antes de darme cuenta un perro pastor
alemán, ladraba como un desesperado a apenas un metro de mi
cara. ¡¡Baja, sal de ahí!! Ordenaba un guardia. Me quedé
inmóvil esperando que, aunque el perro me hubiese delatado,
el policía no descubriera mi escondite, incluso, aunque esté
mal decirlo, ansiaba que descubrieran a mi compañero y Roco
se diera por satisfecho. De “sorbetón”, un guante, negro y
rasposo, me agarró fuertemente del brazo, yo me resistí pero
no hubo forma, en pocos instantes me tenían fuera del camión
y aunque intenté resistirme y zafarme, lo único que conseguí
que escapara fueron dos lagrimones de impotencia y unos
moratones que me duraron varias semanas.
Contrariado, dolorido y triste, pensé que mi próximo destino
me llevaría de vuelta a Fdineq. Sentado en la parte trasera
de un coche patrulla, intentaba comprobar que suerte habían
corrido mis compañeros, miraba de soslayo, para no levantar
sospechas. A paso muy lento, nos pusimos en marcha y ya me
parecía ver las luces de la frontera, indudablemente nos
encaminábamos en aquella dirección, pero repentinamente el
coche cambió el sentido de la marcha dirigiéndose al centro
de la ciudad, en pocos minutos me encontraba en un despacho
de la comisaría, en el que me hicieron preguntas, a las que
no contesté aunque muchas de ellas ya las entendía,
intentando retrasar mi vuelta a Marruecos. Cuando dieron por
finalizado el interrogatorio me sacaron del despacho, y
allí, sentados en las duras sillas de plástico azul,
esperaban varios chicos, entre ellos descubrí a Rabet y Fahd,
que curiosamente sonreían.
No nos dejaron hablar entre nosotros pero cruzamos miradas
cómplices, parecía que el resto del “Equipo” había corrido
mejor suerte. Uno tras otro siguieron el mismo trámite, y
tras terminar con nosotros, nos volvieron a meter en dos
furgones patrulla, que esta vez atravesaron la ciudad,
siguiendo el Paseo de La Marina y se encaminaron, cansinos,
hacia la cima del Monte Hacho, donde tomaron un desvío por
una estrecha y bacheada carretera en dirección a una gran
casa. Ante la puerta, esperamos unos minutos. Alcanzamos a
ver como pesada cancela negra, rechinando, comenzó moverse
dejando paso a un patio fuertemente iluminado. Al bajar del
vehículo, los agentes nos hicieron formar fila al pie de la
escalinata, mirando de frente hacia la gran casa. Realmente
no sabía que estaba ocurriendo.
(CONTINUARÁ...)
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