Me toca comer con dos
universitarios que son capaces de decirme que a los
temperamentos fuertes, la Universidad los ahoga, los
corrompe. Que en la Universidad, el saber cuenta muy poco:
puesto que lo principal es aprobar. Y lo primero que se me
ocurre decirles es que tengo la impresión de que ellos han
leído a Josep Pla, uno de los más grandes prosistas
del siglo pasado.
Pero ellos me responden que no tienen ni idea de quién es el
escritor del cual les hablo. Por lo que no tengo ningún
inconveniente en decirles que se han perdido un disfrute de
lectura que les iría que ni pintiparada para la formación de
ambos. Y les aconsejo que procuren leer el ‘Cuaderno gris’
de este gran escritor, nacido en Palafruguell.
Así que continúo hablando al respecto: llevo varios días
embebido de nuevo en la lectura de quien dice que descubrió
el siguiente párrafo en una instantánea de Joseph Ferrer:
“La embriaguez por alcohol hace volver espléndidos a los
avaros; da ingenio a los ignorantes; convierte a los
egoístas en generosos; hace dilapidadores a los cortos de
mano; buenos a los malos”.
Los dos universitarios, ante la atenta mirada de otro
comensal, se hacen cruces ante mi recital de memoria. Y,
claro, aprovecho la ocasión para seguir deslumbrándoles con
mi memoria.
Con el alcohol, el hombre más agarrado, el más pasmarote, el
pedante integral, es capaz, a través del alcohol, de un
gesto generoso y de un gesto que, en estado normal, es
literalmente imposible atribuirle. Y es que el alcohol, en
bastantes ocasiones, vuelve al hombre más bueno.
Los dos universitarios me miran con cierta extrañeza. Y uno
de ellos, quizá el que parece acusar cierta timidez, me
pregunta: “¿Es posible emplear otra fuerza capaz de producir
los mismos efectos que el tal Ferrer atribuía a la
intoxicación alcohólica?”.
Sí, claro que sí. Según Pla, quizá hay otra fuerza capaz de
producir los mismos efectos que Ferrer atribuía a la
intoxicación alcohólica: es el ejercicio de la vanidad
personal. El hombre –o la mujer- que no puede satisfacer su
misterioso deseo de vanidad, se vuelve triste, duro,
malvado, resentido. Y esto en cualquier grado en que el
ejercicio de la vanidad pueda producirse.
La vanidad, dice mi interlocutor, no está bien vista.
Cierto, le respondo. Pero está comprobado que el hombre –o
la mujer- que ve satisfecha su ansia de vanidad se esponja,
se le licua el durísimo cristal de resentimiento potencial
que llevamos dentro y es capaz de sentir ternura, justo la
que permite el sentido del ridículo
Sigo sin entenderle... Te pondré un ejemplo también
perteneciente a Pla: “Una sociedad de fanfarrones es
plausiblemente concebible: una sociedad de humildes sería
inhabitable y peligrosísima”.
Llegado ese momento, el universitario que no había dicho
todavía ni mu toma la palabra para preguntarme si a mí me
agrada la forma de actuar de José Mourinho. Y le digo
que sí. Que me siento mucho más identificado con el
portugués que con Guardiola. Porque estoy harto de
soportar a los sepulcros blanqueados. Que los hipócritas a
mi edad me causan trastornos digestivos. Que cada vez
soporto menos a quienes no pierden comba para hacerse notar
como ejemplos de bondad y de saber estar. Y remato la faena,
cual madridista fetén que soy: Valdano y
Butragueño son representantes del Madrid más rancio.
|