Ser migrante en el mundo de hoy,
donde hay tan poca justicia y mucho poder que permite la
maldad, es un serio inconveniente. Da igual que la ONU haya
establecido un día internacional para recordarnos el
calvario al que le sometemos. Estas personas que recorren
los caminos del mundo siguen enfrentándose cada día a
multitud de situaciones xenófobas, a explotaciones de todo
tipo. Su rostro sufriente nos injerta el invierno del rostro
humano. Es un sufrimiento intolerable que no puede
esconderse en la fría indiferencia.
Téngase en cuenta que el número de migrantes a nivel mundial
se duplicará para 2050 y excederá los cuatrocientos
millones, acaba de pronosticar la Organización Mundial para
las Migraciones. Esto nos va a exigir, prestar más atención
a las distintas historias: la de la mujer víctima de la
explotación sexual contra su voluntad, la del indocumentado
que busca sobrevivir y se le niega la protección que
necesita, la de los niños que también sufren explotación y
abuso... Por desgracia, las personas tendemos a confundirlo
todo: el migrante no es ninguna amenaza; el auténtico
peligro es nuestra propia avaricia de querer poseer más, el
egoísmo de no ver más allá de uno mismo.
Ciertamente, en el mundo actual, ser migrante es una
auténtica cruz. Se les excluye como compañeros de viaje, a
pesar de que se vocifere el derecho a la libertad de
movimiento, y a tantas otras libertades, que son más bien
para soñarlas, porque nos las hemos impedido vivir. En
ocasiones da la sensación que la migración no es cuestión
humana, que no es una persona la que decide cambiar de
lugar. A los migrantes nadie los acoge con calor de hogar.
Son los otros. Como si no fueran los nuestros. El tema de la
unidad del género humano debiera ser lección prioritaria en
todos los planes educativos. Desde luego, la humanidad
tiene, para saber conducirse, que escucharse en conjunto. El
valor de la acogida, de la hospitalidad y del amor por el
prójimo, se sabe, pero no se practica. Lo que se lleva, si
acaso, es tomar la crueldad ajena como espectáculo. Del
fanatismo a la barbarie sólo media un paso, y los migrantes
tienen todas las papeletas para divertimento de los
poderosos. Así de claro.
Esta civilización, además, atesora: lo de ojos que no ven,
corazón que no siente. Bajo esta atmósfera difícilmente
podrá acoger al migrante. Que no sólo tienen que ser
acogidos, también socorridos. Una asistencia que si no
persiste tampoco sirve para nada. En cualquier caso, debemos
ir más allá de las palabras. Es verdad que cada ser humano
es distinto, pero desiguales no, ¡jamás!, acrecentar las
desigualdades es una manera de matarnos poco a poco. En
consecuencia, pienso que el mundo debe dotarse más que de
una política migratoria, de una poética humanizadora del
boca a boca. El abrazo es el primer poema humanizador. ¡A
practicarlo!. Disfrute del gozo que imprime hacerlo.
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