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OPINIÓN - MARTES, 14 DE DICIEMBRE DE 2010

 
OPINIÓN / COLABORACION

Milagro de Navidad

Por Raúl Francisco Blanco Román (12 años)


Erase una vez una familia de las llamadas de clase media-baja, o sea, que no eran pobres pero sí de las que tenían que echar muchas cuentas para llegar a fin de mes.

Se acercaban las navidades y vendrían muchos gastos extras: los adornos de la casa, los regalos, las ropas guapas, y, sobretodo, el montón de comida, tanto de productos típicos navideños como de manjares caros.

Como cada año, lo primero que hacían en esa familia era hacerle hueco a los regalos nuevos, y, para ello, metían en una gran caja los juguetes que, ya estaban usados, pero no inservibles (esos ya habían ido a parar a la basura) y los llevaban a una O.N.G. que se encargaría de dárselos a los niños pobres. ¡Qué orgullosos se sentían de repetir año tras año esta acción!.

Pero, ese año ocurrió algo especial. Al llegar a la puerta de la Organización había más gente que nunca, y, además, esas personas, con los ojos llenos de lágrimas y gritos desesperados decían: “No queremos juguetes, queremos comida”, “no tenemos nada de nada, los juguetes no se pueden comer y nos estamos muriendo de hambre”. “También tenemos mucho frío, porque nos hemos quedado sin casa y dormimos en la calle, tapándonos apenas con los cartones que dejan tirados en las puertas de las tiendas”.

A mi madre se le encogió el corazón, allí habían muchas mamás como ella, y muchos niños como nosotros (mis hermanos y yo), y, mientras ella pensaba en qué iba a poner de cenar en nochebuena y año viejo y de comer en navidad y año nuevo, esas madres pensaban si iban a tener algo que comer esa misma noche en la que se peleaban por la escasa comida que les podían dar los miembros de esa O.N.G.

Y mientras ella pensaba en comprarnos ropa nueva para las fiestas, esas madres pensaban en el frío que se les colaba por las roturas de sus chaquetones viejos a esos pobres hijos suyos.

Dejó allí los juguetes y dejó de pensar en esas cosas para decirnos: “Lo siento mucho, hijos míos, pero estas navidades no estrenaremos ropa, ni comeremos cosas extraordinarias, debemos darle gracias a Dios de tener ropa buena de apenas un año y dinero para que no nos falte comida a la mesa; y todo lo que nos íbamos a gastar en lujos, nos lo vamos a gastar en esta pobre gente que no tiene de nada”.

Y, dicho y hecho, con el dinero guardado para ropa, compró chaquetones a los niños que estaban en la fila de la beneficencia y chales a sus mamás, y después se fue al súper mercado a hacer la compra de navidad: nada de productos navideños caros, sólo varias cajitas de polvorones y mantecados baratitas; nada de jamón ibérico, ni queso del bueno, ni paté del caro, ni cosas por el estilo, sino varios paquetitos de mortadela, de queso corriente, de foiegrás del normalito, etc…; y nada de esa pata que solía preparar en el horno, filetes de pollo que, además, empanaría para que cundiesen más.

Y, cuando lo tuvo todo, volvimos a ese sitio, y les dio los chaquetones a los niños y los chales a las mamás, y cuatro quintas partes de los embutidos, y cuatro quintas partes de los filetes de pollo empanados, y cuatro quintas partes de las cajas de polvorones.

Y además se nos ocurrió “¿porqué no, en vez de gastarnos dinero en adornos navideños, que cada vez son más sofisticados y por tanto más caros, no sacamos del trastero el árbol viejo, las bolas de toda la vida y los espumillones que colgábamos en las lámparas y con el dinero que nos ahorramos les pagamos una pensión en la que pasar estas frías noches?”. La idea fue aceptada por unanimidad.

Las caritas de esos niños y de sus mamás se iluminaron, mientras nosotros volvimos a casa contentos de pensar en que no íbamos a tener las navidades de siempre, sino unas navidades muy especiales, porque habíamos hecho feliz a esa gente que lo pasa tan mal.

Al llegar a casa, dicho y hecho, bajamos al trastero y cojimos el viejo árbol, las bolas de colores, que las pobrecitas estaban llenas de bollos, y los espumillones que por algunos lados estaban peladitos y por otros tenían trozos de fixo pegados que no había quien se los quitara. Y, también cogimos el belén. Le faltaban figuritas. Melchor se había quedado sin paje, la gallina era más grande que los camellos, el trozo de espejo que hacía las veces de río se había roto, el fuego de la hoguera había desaparecido, …, pero, daba igual, el río sería un cacho de papel de aluminio y el fuego un trocito de espumillón rojo y a la gallina la pondríamos en primera fila y a los camellos al fondo, así los tamaños serían cuestión de perspectiva, je je, que Belén tan chulo nos estaba quedando.

Realmente estaban siendo las mejores navidades de nuestra vida, nos sentíamos tan a gusto que no echábamos nada de menos, sino todo lo contrario.

Los regalos tampoco iban a poder ser todos los que habíamos pedido en la carta, pero, eso también le daba emoción, ¿cuáles estarían? ¿cuáles no?, tachín, tachín……………. ¡¡¡Todos, estaban todos, pero todos todos!!!, o sea todos los que habíamos pedido más todos los que pensamos en pedir pero no lo hicimos porque eran demasiados o demasiado caros. Ahora empezamos a entender la expresión “milagro de navidad”.
 

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