Erase una vez una familia de las llamadas de clase
media-baja, o sea, que no eran pobres pero sí de las que
tenían que echar muchas cuentas para llegar a fin de mes.
Se acercaban las navidades y vendrían muchos gastos extras:
los adornos de la casa, los regalos, las ropas guapas, y,
sobretodo, el montón de comida, tanto de productos típicos
navideños como de manjares caros.
Como cada año, lo primero que hacían en esa familia era
hacerle hueco a los regalos nuevos, y, para ello, metían en
una gran caja los juguetes que, ya estaban usados, pero no
inservibles (esos ya habían ido a parar a la basura) y los
llevaban a una O.N.G. que se encargaría de dárselos a los
niños pobres. ¡Qué orgullosos se sentían de repetir año tras
año esta acción!.
Pero, ese año ocurrió algo especial. Al llegar a la puerta
de la Organización había más gente que nunca, y, además,
esas personas, con los ojos llenos de lágrimas y gritos
desesperados decían: “No queremos juguetes, queremos
comida”, “no tenemos nada de nada, los juguetes no se pueden
comer y nos estamos muriendo de hambre”. “También tenemos
mucho frío, porque nos hemos quedado sin casa y dormimos en
la calle, tapándonos apenas con los cartones que dejan
tirados en las puertas de las tiendas”.
A mi madre se le encogió el corazón, allí habían muchas
mamás como ella, y muchos niños como nosotros (mis hermanos
y yo), y, mientras ella pensaba en qué iba a poner de cenar
en nochebuena y año viejo y de comer en navidad y año nuevo,
esas madres pensaban si iban a tener algo que comer esa
misma noche en la que se peleaban por la escasa comida que
les podían dar los miembros de esa O.N.G.
Y mientras ella pensaba en comprarnos ropa nueva para las
fiestas, esas madres pensaban en el frío que se les colaba
por las roturas de sus chaquetones viejos a esos pobres
hijos suyos.
Dejó allí los juguetes y dejó de pensar en esas cosas para
decirnos: “Lo siento mucho, hijos míos, pero estas navidades
no estrenaremos ropa, ni comeremos cosas extraordinarias,
debemos darle gracias a Dios de tener ropa buena de apenas
un año y dinero para que no nos falte comida a la mesa; y
todo lo que nos íbamos a gastar en lujos, nos lo vamos a
gastar en esta pobre gente que no tiene de nada”.
Y, dicho y hecho, con el dinero guardado para ropa, compró
chaquetones a los niños que estaban en la fila de la
beneficencia y chales a sus mamás, y después se fue al súper
mercado a hacer la compra de navidad: nada de productos
navideños caros, sólo varias cajitas de polvorones y
mantecados baratitas; nada de jamón ibérico, ni queso del
bueno, ni paté del caro, ni cosas por el estilo, sino varios
paquetitos de mortadela, de queso corriente, de foiegrás del
normalito, etc…; y nada de esa pata que solía preparar en el
horno, filetes de pollo que, además, empanaría para que
cundiesen más.
Y, cuando lo tuvo todo, volvimos a ese sitio, y les dio los
chaquetones a los niños y los chales a las mamás, y cuatro
quintas partes de los embutidos, y cuatro quintas partes de
los filetes de pollo empanados, y cuatro quintas partes de
las cajas de polvorones.
Y además se nos ocurrió “¿porqué no, en vez de gastarnos
dinero en adornos navideños, que cada vez son más
sofisticados y por tanto más caros, no sacamos del trastero
el árbol viejo, las bolas de toda la vida y los espumillones
que colgábamos en las lámparas y con el dinero que nos
ahorramos les pagamos una pensión en la que pasar estas
frías noches?”. La idea fue aceptada por unanimidad.
Las caritas de esos niños y de sus mamás se iluminaron,
mientras nosotros volvimos a casa contentos de pensar en que
no íbamos a tener las navidades de siempre, sino unas
navidades muy especiales, porque habíamos hecho feliz a esa
gente que lo pasa tan mal.
Al llegar a casa, dicho y hecho, bajamos al trastero y
cojimos el viejo árbol, las bolas de colores, que las
pobrecitas estaban llenas de bollos, y los espumillones que
por algunos lados estaban peladitos y por otros tenían
trozos de fixo pegados que no había quien se los quitara. Y,
también cogimos el belén. Le faltaban figuritas. Melchor se
había quedado sin paje, la gallina era más grande que los
camellos, el trozo de espejo que hacía las veces de río se
había roto, el fuego de la hoguera había desaparecido, …,
pero, daba igual, el río sería un cacho de papel de aluminio
y el fuego un trocito de espumillón rojo y a la gallina la
pondríamos en primera fila y a los camellos al fondo, así
los tamaños serían cuestión de perspectiva, je je, que Belén
tan chulo nos estaba quedando.
Realmente estaban siendo las mejores navidades de nuestra
vida, nos sentíamos tan a gusto que no echábamos nada de
menos, sino todo lo contrario.
Los regalos tampoco iban a poder ser todos los que habíamos
pedido en la carta, pero, eso también le daba emoción,
¿cuáles estarían? ¿cuáles no?, tachín, tachín…………….
¡¡¡Todos, estaban todos, pero todos todos!!!, o sea todos
los que habíamos pedido más todos los que pensamos en pedir
pero no lo hicimos porque eran demasiados o demasiado caros.
Ahora empezamos a entender la expresión “milagro de
navidad”.
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