Hoy se cumple un año de su muerte,
y he decidido repetir la columna que escribí entonces.
Nos caímos bien desde que un día nos presentaron en Piscinas
Sevilla. Hizo de maestro de ceremonias Ángel Alfaro
Torres, más conocido por “Pepe Alfaro” –también
fallecido hace dos años-, que acababa de incorporarse al
Sevilla como técnico. Y a quien yo conocía debido a mi
deambular por los banquillos de campos andaluces.
Recuerdo que se quedó a observar cómo entrenaba yo a la
plantilla del Écija, en uno de los campos del ya citado
recinto, porque habíamos acordado tomar luego un piscolabis
como excusa para seguir charlando de fútbol. Cosa rara en
él, pues tenía entendido que Manolo Ruiz-Sosa siempre
se había mostrado reacio a hablar de los entresijos del
fútbol con cualquiera... Pero Alfaro, que siempre me
distinguió con su amistad, me puso al tanto de que Manolito
estaba interesado en saber si yo chamullaba de la cosa.
Por lo que nada más terminar la sesión de entrenamiento,
acudí presto a reunirme con ellos y estuvimos un par de
horas conversando de nuestra pasión: el fútbol. Eso sí, bien
pronto expuse en la reunión los grandes recuerdos que de él
tenía yo como futbolista. Y saqué a relucir aquella final de
la Copa del Generalísimo del Sevilla frente al Madrid, en el
Bernabéu. Donde distracciones de Mut y Maraver
dieron a Puskas la oportunidad de empatar el partido
y luego llegó la derrota del equipo hispalense que había
acorralado a los madridistas, gracias a la enorme labor de
Ruiz-Sosa-Achucarro.
Le conté también el día que tuve la suerte de verle jugar
con el Coria en el viejo campo de Dato, en El Puerto de
Santa María, en 1955. Y me rebatió lo dicho con esa manera
suya tan peculiar que tenía Ruiz-Sosa de estar en desacuerdo
con algo. Pero yo insistí, aportando la prueba siguiente:
fuiste además agredido por un jugador veterano, llamado
Maiño y que era de Cádiz. Y saltó como impulsado por un
resorte: “¡Ah, Maiño fue siempre un gran amigo mío!”.
Le dije que no pensara que trataba de regalarle el oído si
le decía que nunca antes que a él había yo visto jugar tan
excelentemente en el medio campo. Porque él, el Ruiz-Sosa de
sus mejores años, tenía todas las cualidades para brillar en
la zona vital del terreno de juego. No se arrugaba nunca;
marcaba impecablemente; era resistente hasta agotar a los
que le veíamos correr; lucía una técnica estupenda y hasta
se gustaba en cada lance del juego. Verle manejar el partido
era una gozada; incluso cuando sacaba de banda daba muestras
palpables de los conocimientos que tenía del juego y que
luego pondría en práctica como entrenador.
Una etapa en la cual le tuve enfrente muchas veces. Ora
cuando entrenaba al Alcoyano; ora al Jaén; ya en el Granada;
ya en el Algeciras; o bien en Linares o en el Córdoba. Y en
todos esos encuentros, durante varias temporadas, antes de
competir, pasábamos un rato dialogando en el hotel.
Jamás he olvidado lo que me decía Ruiz-Sosa no pocas veces:
“Si yo me supiera expresar como tú, habría entrenado toda mi
vida en Primera División”. Mi respuesta era siempre la
misma: Mira, Manolo, si yo hubiera jugado tan bien como tú y
en clubs tan grandes, llevaría ya muchos años entrenando a
los mejores equipos.
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