Se acerca la Navidad, y con su
llegada vuelven los recuerdos de unos tiempos ya muy lejanos
que jamás volverán. Esos recuerdos, por muchos años que
pasen, cada vez que se acerquen estas fechas, volverán con
la misma fuerza a nuestras mentes, para traernos ella unos
seres queridos que, aunque desaparecidos de la Tierra,
siguen vivo en nuestros corazones.
Han pasado muchos años, tantos que me parce que ha pasado
una eternidad cuando, realmente, la vida es sólo un suspiro
con fecha de caducidad.
Pero los seres queridos y los recuerdos de aquella época de
mi niñez siguen acudiendo a mí cerebro con la misma
intensidad de aquellos momentos inolvidables, que nunca
volveré a vivir pegado a a lumbre del brasero, observando
como mí padre hacía los “borrachuelos”, mientras mí madre
preparaba la sartén con el aceite bien caliente y el pollo
aquel pollo que habíamos criado durante meses nos observaba
con sus ojos redondos que por mucho que te fijase jamás te
decían nada.
Era aquella época donde brillaba, con todas sus fuerzas, la
solidaridad entre lo seres humanos. Donde los vecinos de mí
patio, los que no teníamos grandes cosas para llevarnos a la
boca en estos días tan señalados.
Sin embargo teníamos algo, entre todos nosotros, que era
mucho más importante que el mejor de los manjares, la
solidaridad y el inmenso cariño, pues más que vecinos
formábamos una gran familia, donde como los mosqueteros,
éramos todos para uno y uno para todos.
Nadie de esa gran familia se quedaba en esa fecha sin
celebrarla, dentro de la pobreza que teníamos, pues se
intercambiaba entre todos, lo poco que se poseía. Un poco
que era un mucho, para que nadie se quedase sin comer una
buena sopa, una tajada de pollo y unos borrachuelos,
aderezado todo ello con una copa de anís del “Mono” o un
copa de coñac “Terry” malla amarilla o malla blanca,
dependiendo de lo que se podía reunir para adquirir la
botella de anís o la de coñac.
Si el tiempo lo permitía se reunían todos en el patio, y si
por lo contrario el tiempo mostraba su inclemencia, como las
puertas de las casas estaban abiertas, se salía y se entraba
en la que a cada uno le apetecía. Sólo consistía, para poder
entrar, tirar de la cuerda que abría el pestillo.
En aquella época las puertas de las casas estaban siempre
abiertas, sin miedo alguno a que los amigos de lo ajeno
pudiesen aparecer. Claro que aunque hubiesen aparecido, poco
podían haberse llevado de donde no había nada.
Por todas estas cosas me hace una gracia enrome cuando
escucho, hoy día, hablar de solidaridad. Una palabra muy
utilizada pero que a pesar de su uso tan traído y tan manido
no saben ni siquiera, por todos aquellos que tanto la usan,
cuál es su auténtico significado.
Miro a mí alrededor, contemplo como vivimos en la
actualidad, y comiendo que cada uno va a lo suyo,
importándole tres pepinos lo que les pase a los demás. Como
decía la sabia de mí abuela: “ande yo caliente ríanse la
gente”. La solidaridad, hoy día, no existe porque nadie sabe
lo que es.
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