Todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como
están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros. Así reza en el
artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos firmado un día como hoy de 1948. Toda persona tiene
todos los derechos y libertades proclamados, sin distinción
alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión
política o de cualquier otra índole, origen nacional o
social, posición económica, nacimiento o cualquier otra
condición. Además no se hará distinción alguna fundada en la
condición política, jurídica o internacional del país o
territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto
si se trata de un país independiente como de un territorio
bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a
cualquier otra limitación de soberanía. Todo individuo tiene
derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su
persona. Nadie estará sometido a esclavitud ni a
servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están
prohibidas en todas sus forma. Nadie será sometido a
torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o
degradantes.
Esta declaración de 30 artículos realizada por el interés
general de la humanidad debería estar bien marcada en las
acciones de todos los gobiernos del Planeta, pero
desgraciadamente no es así. Se trata de proteger la vida y
los derechos del hombre. Se trata del gran reto de los
países desarrollados que han sabido adaptar su modelo a la
base fundamental de la integridad y dignidad del ser humano.
No ocurre así en todos los territorios. Las guerras, los
regímenes totalitarios dan muestra diaria en pleno siglo XXI
de que sigue habiendo mucho camino por recorrer, de que no
todo sucede como se planteó en 1948 con la sana intención de
abolir y perseguir conductas contra la humanidad. En 2010,
en los inicios del siglo XXI aún sigue habiendo mucho camino
por recorrer, para desgracia de quienes soportan dictaduras
y guerras.
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