Es lunes y caigo en la cuenta, a
las siete de la mañana, nada más echarme abajo de la cama,
de que estoy poseído por un enfado monumental.
Inmediatamente, trato de buscar la causa -o las causas- de
mi enojo. El motivo -o los motivos- del disgusto que me hace
estar predispuesto a discutir con los demás por un quítame
allá esas pajas.
Cuando eso me ocurre, es decir, cuando me levanto
contrariado, que suele sucederme de higos a brevas, lo
primero que hago es hacer en mi casa una declaración jurada
de que cualquier contestación inadecuada que yo dé debe
perdonárseme porque me he echado abajo del catre por los
pies y no respondo de mí.
Para que ustedes se hagan una idea: en cinco años, que es la
edad que tiene mi perro, es la tercera vez que éste me ha
visto cabreado de verdad. Hasta el punto de que nuestra
caminata matinal, tan recreativa siempre, ha sido una
especie de suplicio sin que hubiera razón alguna para ello.
Bueno, sí que la había: me puede un disgusto morrocotudo. Un
disgusto que no atiende a la razón con la que intento darle
un regate: es más fácil ser agradable que desagradable. Pero
ni por esa. Vamos, que si quiere arroz, Catalina. Y, claro,
solamente me queda, como en anteriores ocasiones, tratar de
hallar el motivo o los motivos de mi enfado.
Empiezo, pues, por recordar lo que hice el día anterior; qué
leí, qué oí en la radio o qué vi en la televisión. Y lo
primero que se me viene a los ojos de la mente es la figura
de Francisco Narváez, ‘Kiko’, en la Sexta. Y
bien... No creo que el que Kiko me parezca un andaluz, de
Jerez, que trata de hacerse el gracioso por sistema y que
ande caído de boca por el Pep, cual él acostumbra a
referirse a su amigo Guardiola, sea la causa de mi
enfado. Tampoco debe serlo que el amigo de Kiko declare, con
cara de dominico, que él pertenece a un país muy pequeñito.
No. Ambas cosas carecen de importancia como para agriarme el
carácter de modo y manera que ni siquiera se me pueda
hablar.
Así que dejo a Kiko Narváez, resonándome aún en los oídos
las eses con las que trata de hacernos creer que ha nacido
en Valladolid –menudo tormento para el buen gusto de los
tímpanos- y me dispongo a encontrar otras causas que hayan
motivado que mi carácter esté avinagrado, en este primer
lunes de diciembre.
Y caigo en la tentación de acordarme de Juan Luis
Aróstegui. Lagarto, lagarto... Pues muchas personas me
han dicho, días atrás, que haga el favor de dejar tranquilo
al socio de Mohamed Alí. Por una razón muy sencilla:
Porque el simple hecho de mencionarlo atrae la mala suerte.
La misma que va a tener, sin duda alguna, amén del líder de
la UDCE, el sindicato ANPE. Si acaso continúa poniendo sus
votos al servicio de un tío que todo lo que toca lo
convierte en ruina. A ver si un día me da por contarles a
ustedes, queridos lectores, cuando al sindicalista Aróstegui,
siendo concejal, se le ocurrió la idea de querer montar una
fábrica de leche pasteurizada en un paraje de Benzú. Y ya
pueden imaginarse cómo acabó el proyecto.
En fin, cuando me veo obligado a entregar la columna,
todavía no sé a qué se debe que mis sentimientos estén
aborrascados. Festoneados de enojo. Será que diciembre me
deprime. Y, como acaba de principiar, tendré que invocar a
mis santos predilectos.
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