Yo vivía en un edificio situado en
cierto lugar donde prevalecía un silencio que invitaba a la
lectura y a la meditación. Disfrutábamos los vecinos de una
calma tan extraordinaria que una pisada nocturna nos
despertaba de manera brusca y nos hacía acordarnos de todos
los parientes de aquella criatura que había decidido caminar
a horas intempestivas. Y es que 10 decibelios suponían un
ruido insoportable para nosotros.
Cuando se movían las hojas de una zona arbolada que estaba a
cuarenta metros de nuestros hogares sentíamos que aquel
ruido -20dB- era lo más parecido al despegue de un avión a
reacción: 150db. Si los inquilinos de cualquier piso subían
el tono de la conversación al día siguiente se les dejaba
una nota en el buzón para recordarles que habían sido
transgresores del hablar en voz baja. Acción que estaba
estipulada, más o menos, en 50 dB.
Tanta quietud y tanta paz se vieron interrumpidas cuando
quedó una vivienda vacía, debido a que una pareja, padres de
un recién nacido, tuvieron que mudarse de casa porque el
bebé había salido tan llorón que los vecinos dejamos de
hablarles. Y es que el llanto de un bebé, medido en
decibelios, debía ser muy alto. Casi como la de un martillo
neumático. Idos los padres del bebé, porque sabían
sobradamente que estaban pegando el cante en una comunidad
que había hecho del silencio absoluto su mejor baza para
darse pote de que sin ruidos no había irritabilidad y sin
ésta sus miembros eran capaces de no perder jamás la
compostura ni las buenas maneras, tuvimos la mala suerte de
que el nuevo inquilino fuera un tipo que tenía una tos
crónica, por ser fumador empedernido y propietario de unos
bronquios hechos una piltrafa. La tos de aquel tipo despertó
la ira de todos nosotros. Así que le fueron llegando las
quejas sin solución de continuidad; se le acumularon las
notas más coléricas en su buzón y se le comunicó que los
vecinos deseábamos que, cuanto antes, se diera el piro. De
lo contrario, sería tan mal visto como para que se le
hiciera la vida imposible.
Con semejante presión, que el tosedor no pudo aguantar,
tardó éste nada y menos en abandonar el edificio. Y su
vivienda fue ocupada por una pareja joven, alegre y con
ganas de vivir. Pronto cundió la alarma: la vecina más
cercana a la vivienda de los recién llegados aseguraba que
no podía dormir: pues la pareja mantenía relaciones sexuales
en las que a ella se le oía gritar como si la estuviesen
matando. Decía, llevándose las manos a la cabeza, la vecina,
en cuestión, que ella jamás creía que se pudiera perder los
papeles en la cama. Y que no estaba dispuesta a soportar
aquellos gritos tan desaforados por mor de unas relaciones
donde lo más importante era la procreación.
Los vecinos (que dimos todo nuestro apoyo a la vecina,
debido a que los gritos de la mujer amada eran de 60
decibelios, aproximadamente, cuando a las doce de la noche
sólo se permitían 30 en el dormitorio) hicimos posible que
la pareja no tuviera más remedio que tomar las de
Villadiego. Los vecinos de aquel inmueble, cuando salíamos a
divertirnos, éramos los más ruidosos del mundo.
Frecuentábamos terrazas y locales donde hacíamos palmas por
sevillanas y hablábamos a gritos desmedidos. En suma:
nuestra algarabía alcanzaba casi 90 dB. Eso sí, cuando
regresábamos a casa exigíamos silencios saludables. Nada ha
cambiado desde entonces.
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