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OPINIÓN - MARTES, 30 DE NOVIEMBRE DE 2010

 

OPINIÓN / EL OASIS

Silencios saludables
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Yo vivía en un edificio situado en cierto lugar donde prevalecía un silencio que invitaba a la lectura y a la meditación. Disfrutábamos los vecinos de una calma tan extraordinaria que una pisada nocturna nos despertaba de manera brusca y nos hacía acordarnos de todos los parientes de aquella criatura que había decidido caminar a horas intempestivas. Y es que 10 decibelios suponían un ruido insoportable para nosotros.

Cuando se movían las hojas de una zona arbolada que estaba a cuarenta metros de nuestros hogares sentíamos que aquel ruido -20dB- era lo más parecido al despegue de un avión a reacción: 150db. Si los inquilinos de cualquier piso subían el tono de la conversación al día siguiente se les dejaba una nota en el buzón para recordarles que habían sido transgresores del hablar en voz baja. Acción que estaba estipulada, más o menos, en 50 dB.

Tanta quietud y tanta paz se vieron interrumpidas cuando quedó una vivienda vacía, debido a que una pareja, padres de un recién nacido, tuvieron que mudarse de casa porque el bebé había salido tan llorón que los vecinos dejamos de hablarles. Y es que el llanto de un bebé, medido en decibelios, debía ser muy alto. Casi como la de un martillo neumático. Idos los padres del bebé, porque sabían sobradamente que estaban pegando el cante en una comunidad que había hecho del silencio absoluto su mejor baza para darse pote de que sin ruidos no había irritabilidad y sin ésta sus miembros eran capaces de no perder jamás la compostura ni las buenas maneras, tuvimos la mala suerte de que el nuevo inquilino fuera un tipo que tenía una tos crónica, por ser fumador empedernido y propietario de unos bronquios hechos una piltrafa. La tos de aquel tipo despertó la ira de todos nosotros. Así que le fueron llegando las quejas sin solución de continuidad; se le acumularon las notas más coléricas en su buzón y se le comunicó que los vecinos deseábamos que, cuanto antes, se diera el piro. De lo contrario, sería tan mal visto como para que se le hiciera la vida imposible.

Con semejante presión, que el tosedor no pudo aguantar, tardó éste nada y menos en abandonar el edificio. Y su vivienda fue ocupada por una pareja joven, alegre y con ganas de vivir. Pronto cundió la alarma: la vecina más cercana a la vivienda de los recién llegados aseguraba que no podía dormir: pues la pareja mantenía relaciones sexuales en las que a ella se le oía gritar como si la estuviesen matando. Decía, llevándose las manos a la cabeza, la vecina, en cuestión, que ella jamás creía que se pudiera perder los papeles en la cama. Y que no estaba dispuesta a soportar aquellos gritos tan desaforados por mor de unas relaciones donde lo más importante era la procreación.

Los vecinos (que dimos todo nuestro apoyo a la vecina, debido a que los gritos de la mujer amada eran de 60 decibelios, aproximadamente, cuando a las doce de la noche sólo se permitían 30 en el dormitorio) hicimos posible que la pareja no tuviera más remedio que tomar las de Villadiego. Los vecinos de aquel inmueble, cuando salíamos a divertirnos, éramos los más ruidosos del mundo. Frecuentábamos terrazas y locales donde hacíamos palmas por sevillanas y hablábamos a gritos desmedidos. En suma: nuestra algarabía alcanzaba casi 90 dB. Eso sí, cuando regresábamos a casa exigíamos silencios saludables. Nada ha cambiado desde entonces.
 

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