El que se vanagloria de defender
la verdad en política o en moral es tan fanático como el que
defiende cualquier otro sistema político o religioso, dice
un personaje de una novela de Pío Baroja.
“Fanatismo es la ceguera de los que se toman rotundamente en
serio a sí mismos y a sus opiniones”. Verbigracia: Juan
Luis Aróstegui. Así que éste vive desde hace muchos años
convencido de que está en posesión de la verdad, y considera
sus creencias fijas e inamovibles.
El fanatismo de Aróstegui no admite la menor discusión. Lo
que le permite alardear de superioridad en cualquier campo
que se tercie. Tratando por todos los medios, habidos y por
haber, que los demás se dobleguen a la voluntad de sus
ideas.
Pero semejante fanatismo, tan perdurable en el tiempo, le ha
proporcionado a Aróstegui más disgustos que alegrías. Debido
a que el muchacho no consigue erigirse en el líder político
que con tan ahínco viene persiguiendo. Tremenda realidad que
lo tiene desquiciado.
El fanatismo de Aróstegui, incapaz de reconocer que lo que
no puede ser, no puede ser y además es imposible, ha hecho
mella en su carácter. Aróstegui es, actualmente, un muermo,
el vinagre, don Quintín el amargao. Un señor desagradable en
toda la extensión de la palabra.
Así, en cuanto Aróstegui abre la boca, tarea en la que echa
horas extraordinarias, la gente tuerce el gesto, pone cara
de disgusto y termina bisbiseando maldades contra él. Y es
que el hombre no se percata, de una vez y para siempre, de
que no cae bien.
Los candidatos que no caen bien, o sea, los que carecen de
la tan apreciada imagen cálida y amistosa, no son votados.
Algo tan extendido para que Aróstegui se hubiese dado cuenta
ya de que nunca obtendrá en las urnas más premio que la
pedrea. Por más que haya decidido jugarse a medias con
Mohamed Alí las próximas elecciones.
Ahora bien, la fe de Aróstegui es incuestionable. Es un
perdedor nato que, sin embargo, no da pruebas de desánimo. Y
es que el fanatismo, y el de Aróstegui es tan evidente como
inasequible al desaliento, según escribía él, días atrás,
“es un estado de ánimo sustentado en una fe omnipotente y
obsesiva que domina la voluntad de la persona, induciéndola
a actuar al margen (incluso en contra) de los dictados de la
razón. La conducta de los fanáticos, continúa diciendo
Aróstegui, carece de orden lógico. Por ser un fenómeno
patológico que se produce en todos los ámbitos de la
vida...”.
Nunca antes, que yo sepa, Aróstegui se había retratado más y
mejor. Nunca antes, Aróstegui se había mostrado tan sincero.
Al reconocer que los fanáticos están imbuidos por una fe
inquebrantable y enfermiza. Una fe que aguanta impávida
incluso los fracasos repetidos en las urnas. Como es su
caso. En suma: la fe del fanático a ultranza. Declaraciones
que, por proceder de una persona que se tiene por ser la más
inteligente de Ceuta, y gran parte de Marruecos, se nos
antoja más bien un reconocimiento de culpabilidad. Y no,
como alguien pueda pensar, una especie de mecanismo de
defensa del yo, consistente en atribuirle a los votantes de
Vivas sus propios conflictos internos. Quiero decir,
los de Aróstegui. Quien, además de ser un muermo, escribe
muy mal
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