El mundo es una masa de consejos,
de adoctrinamientos absurdos, una aglomeración de
veredictos, que muchas veces se imponen por la fuerza, lo
que contradice la libertad de juicio a la que todo ciudadano
tiene derecho. Lo cierto es que, en cualquier esquina, te
encuentras un consejero, casi siempre sectario, dispuesto a
injertarte una lección sin que la solicites, aunque el
injertador no haya sufrido lo que yo. Otra cuestión es
contraer un compromiso con el aconsejado, vincularse con la
persona, sobrevivir con el ser humano, poner en servicio
nuestra lealtad a las especies y al planeta. Gente
comprometida con los valores de generosidad y entrega de sí
mismo ya hay menos. Gobiernos realmente dispuestos a poner
en práctica su compromiso de que el empleo, la protección
social y el trabajo decente desempeñen un papel central en
la recuperación mundial más allá de las palabras, también
son minoría. Aconsejar está a la orden del día,
comprometerse para convencer y vencer los obstáculos que los
propios seres humanos nos ponemos unos a otros, es más
difícil. Así como ser padre, ser madre, significa implicarse
en educar, de igual modo ser ciudadano del mundo ha de
significar involucrarse en favor de toda vida humana,
provenga de donde provenga. La implicación es el mejor
consejo.
Cuando todo el mundo aconseja la tolerancia como abecedario
de unión entre culturas y pueblos, lo que en realidad hace
falta es comprometerse uno primero con lo que se aconseja.
La tolerancia por sí misma no es la religión salvavidas, ni
entiende de adoctrinamientos, es el compromiso de la persona
hacia los demás, con el mismo respeto que uno se tiene para
sí. Hoy por hoy el mundo no es apto para todos, en parte
porque esa masa de consejeros, más bien charlatanes de
feria, predica sin ejemplo alguno. Complicado lo tienen
estos guías a los que se les llena la boca de tolerancia
para inculcarla, si luego, -como viene sucediendo-, jamás
tienden una mano a aquellos que sufren de discriminación y
marginación. Si en verdad hubiese un compromiso permanente,
la desnutrición que sufren los niños de Yemen y de otras
partes del mundo en conflicto, dejaría de existir. Si en
verdad hubiese un compromiso permanente por la paz, habría
una actitud más activa en cuanto al reconocimiento de los
derechos y el respeto a las libertades de los demás. Si en
verdad hubiese un compromiso permanente por respetarnos unos
a otros, se reconocería el derecho a definir nuestra propia
identidad y a pertenecer a la religión o cultura que
deseemos. Si en verdad, en suma, todo fuese más verdad
florecerían todas las causas justas, y no haría falta
recordar a los líderes de los Estados sus compromisos y
obligaciones.
Con frecuencia los líderes de las naciones del mundo se
reúnen en cumbres y lanzan lecciones al mundo, que después
no se consideran o no son más que flor de un día. Se
aconsejan unos a otros, pero al final, siempre falla lo
mismo: el compromiso. De nada ha servido hacerlo público.
Nunca el planeta ha necesitado de tantas personas
comprometidas para avivar un orden más justo en un mundo
global. El bien común sólo figura en las agendas políticas,
de palabra, no de obra. El bien de todos y cada uno, porque
todos somos verdaderamente responsables de todos, muchas
veces queda en entredicho por la escasez de fuerza moral en
la obligación. Cada vez se siente más la necesidad de
despertar el deber humano de auxilio. Cueste lo que cueste,
hay que levantar la voz ante las injusticias, colocarse al
lado de los necesitados. Tras el cristal -como dijo el
poeta- la rosa es siempre rosa, pero no se huele; el ser
humano distante de sí y de los suyos, tampoco se oye. Sólo
lo próximo nos duele. Y han de angustiarnos, aquellas
palabras que no van seguidas de hechos, cuando el compromiso
se queda en nada y la denuncia nos deja indiferentes. Yo
prefiero un ciudadano inconformista antes que un cerdo
satisfecho. La cultura es el logro de los valores, el
compromiso con los valores, el despojo de sectarismos.
Echemos un vistazo a algunos de los principios que deben
inspirar el compromiso humano a la luz de una ciudadanía
globalizada. La propia vida requiere una llamada
socializadora y solidarizadora. La protección a los débiles
ha de ser la primera obligación de un mundo que se dice
humanizado y, por ende, hermanado. Han de acrecentarse,
pues, los compromisos antes que los consejos y nuestro
desafío, el de cada ser humano, estará en sumarnos a
difundir las promesas de esperanza para transformarlas en
realidades. Sin duda, el compromiso de ser uno mismo ya es
una respuesta valiente en un mundo sectario a más no poder.
Desde luego, hacen falta muchos ciudadanos valerosos,
templados en la acción y vivos en la opción, capaces de
asumir un vínculo responsable en el seno de una sociedad en
la que no cuenta la persona, sino el poder de la persona,
donde la mundanal confusión aborrega y adoctrina,
proveniente muchas veces de un extremismo sectario,
revestido por la violencia política de unos consejeros sin
escrúpulos.
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