Estaba yo en plena tertulia,
rodeado de conocidos con cierto derecho a convertirse en
amigos, siempre y cuando no canten la gallina ante el menor
contratiempo, debido a que uno detesta cada vez más a los
cobardes sin causa, cuando alguien comentó que la cosa
estaba que arde; vamos, más caliente que el rabo de un cazo
en la lumbre. A lo cual, en vista de que me declaro
ferviente defensor del refranero, con lo que serlo lleva
consigo..., respondí yo a vuelta de manivela: “Siempre que
llueve, escampa”. Y guardé el consiguiente minuto de
silencio, esperando a que otro de los tertulios dijera esta
es boca es mía.
Y ocurrió que el siguiente en intervenir sacó a relucir la
palabra lealtad. Que no sé yo si venía a cuento con lo que
se estaba tratando en esos momentos. Aunque como el vocablo
lealtad es tan agradecido, por más que su significado sea
tan poco ejercitado, los presentes nos pusimos a hablar de
la cualidad de leal.
Inmediatamente saltó un tercero en discordia para recordar
que él se había acostumbrado, desde temprana edad, a
comportarse honradamente, sin engaños y sin fines ocultos en
el trato con los demás. Y que esa forma de ser, sin embargo,
no le había reportado más beneficio que su propia
tranquilidad. Porque sus amigos nunca le habían respondido
de la misma manera.
Tras oírle, pensé lo siguiente: he aquí un hombre bueno que
nunca ha sido desleal con nadie y, sin embargo, con él lo
han sido siempre todos. No obstante, el hombre acabó
apostillando: “Aún así, es decir, por más que me hayan
defraudado todos mis amigos, yo seguiré haciendo uso y abuso
de la cualidad de leal”.
Así que dije para mis adentros: este Fulano debe de tener
madera de santo o de necio; por lo que, ante la duda, creo
que jamás deberé confiar en él. Quiero decir, que jamás se
me debería ocurrir confiar en su persona, salvo que lo
tratado sea asunto de escasa importancia.
Las siguientes intervenciones, dos o tres más a lo sumo,
apenas aportaron nada a la deliberación que sobre la lealtad
había hecho acto de presencia, en un momento determinado y
sigo creyendo que sin venir a cuento, cuando se unió a la
reunión José Antonio Muñoz, editor de este periódico.
Y alguien me recordó que yo había sido el único que todavía
no había dicho ni pío acerca del tema que se estaba
debatiendo: la lealtad.
Y después de carraspear lo suficiente para aclarar mi voz,
que en otoño suele jugarme malas pasadas, no tuve el menor
inconveniente en expresar mi concepto de lealtad: la
lealtad, copyraight de Sabino Fernández Campo, es
decir siempre lo que sientes y estar dispuesto a dejar tu
puesto si lo que dices no gusta. Mi respuesta hizo posible
que el silencio primara durante unos segundos que se
hicieron eterno. Segundos aprovechados por mí para cambiar
de tercio: en tiempo de tormenta lo mejor es buscar un buen
cobijo, y el mío ha sido siempre la palabra razonada, mi
actitud en la vida diaria y mi alejamiento de todo aquello
que parecía tan exagerado. Al final, cada uno tiene que
batallar con sus propias mentiras. En esta ciudad hay dos
mentirosos que llevan muchos años viviendo de sus mentiras.
Y con esas mentiras, sin duda alguna, han conseguido hacerse
ricos. Lo malo del asunto es que la envidia, que va tan
flaca y amarilla porque muerde y no come -Quevedo-,
los va a matar. ¿Nombres...? Son muy conocidos.
|