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OPINIÓN - VIERNES,5 DE NOVIEMBRE DE 2010

 

OPINIÓN / EL OASIS

La envidia acabará con ellos
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Estaba yo en plena tertulia, rodeado de conocidos con cierto derecho a convertirse en amigos, siempre y cuando no canten la gallina ante el menor contratiempo, debido a que uno detesta cada vez más a los cobardes sin causa, cuando alguien comentó que la cosa estaba que arde; vamos, más caliente que el rabo de un cazo en la lumbre. A lo cual, en vista de que me declaro ferviente defensor del refranero, con lo que serlo lleva consigo..., respondí yo a vuelta de manivela: “Siempre que llueve, escampa”. Y guardé el consiguiente minuto de silencio, esperando a que otro de los tertulios dijera esta es boca es mía.

Y ocurrió que el siguiente en intervenir sacó a relucir la palabra lealtad. Que no sé yo si venía a cuento con lo que se estaba tratando en esos momentos. Aunque como el vocablo lealtad es tan agradecido, por más que su significado sea tan poco ejercitado, los presentes nos pusimos a hablar de la cualidad de leal.

Inmediatamente saltó un tercero en discordia para recordar que él se había acostumbrado, desde temprana edad, a comportarse honradamente, sin engaños y sin fines ocultos en el trato con los demás. Y que esa forma de ser, sin embargo, no le había reportado más beneficio que su propia tranquilidad. Porque sus amigos nunca le habían respondido de la misma manera.

Tras oírle, pensé lo siguiente: he aquí un hombre bueno que nunca ha sido desleal con nadie y, sin embargo, con él lo han sido siempre todos. No obstante, el hombre acabó apostillando: “Aún así, es decir, por más que me hayan defraudado todos mis amigos, yo seguiré haciendo uso y abuso de la cualidad de leal”.

Así que dije para mis adentros: este Fulano debe de tener madera de santo o de necio; por lo que, ante la duda, creo que jamás deberé confiar en él. Quiero decir, que jamás se me debería ocurrir confiar en su persona, salvo que lo tratado sea asunto de escasa importancia.

Las siguientes intervenciones, dos o tres más a lo sumo, apenas aportaron nada a la deliberación que sobre la lealtad había hecho acto de presencia, en un momento determinado y sigo creyendo que sin venir a cuento, cuando se unió a la reunión José Antonio Muñoz, editor de este periódico. Y alguien me recordó que yo había sido el único que todavía no había dicho ni pío acerca del tema que se estaba debatiendo: la lealtad.

Y después de carraspear lo suficiente para aclarar mi voz, que en otoño suele jugarme malas pasadas, no tuve el menor inconveniente en expresar mi concepto de lealtad: la lealtad, copyraight de Sabino Fernández Campo, es decir siempre lo que sientes y estar dispuesto a dejar tu puesto si lo que dices no gusta. Mi respuesta hizo posible que el silencio primara durante unos segundos que se hicieron eterno. Segundos aprovechados por mí para cambiar de tercio: en tiempo de tormenta lo mejor es buscar un buen cobijo, y el mío ha sido siempre la palabra razonada, mi actitud en la vida diaria y mi alejamiento de todo aquello que parecía tan exagerado. Al final, cada uno tiene que batallar con sus propias mentiras. En esta ciudad hay dos mentirosos que llevan muchos años viviendo de sus mentiras. Y con esas mentiras, sin duda alguna, han conseguido hacerse ricos. Lo malo del asunto es que la envidia, que va tan flaca y amarilla porque muerde y no come -Quevedo-, los va a matar. ¿Nombres...? Son muy conocidos.
 

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