Acabamos de celebrar el Día de
todos los Santos, que, para muchos, es el día del recuerdo .
Una bellísima tradición judeocristiana, hermosa y
entrañable, como lo son todas las manifestaciones de
nuestras raíces y de nuestra cultura. De raíces viene
“arraigo” ligazón con la memoria del alma, esa que late en
todos nosotros y que es gazpachuelo ancestral genéticamente
salpimentado. ¿Qué dicen? ¿Qué si estoy tratando de imitar a
mi maestro Sánchez – Dragó refocilándome en los vericuetos
del idioma? ¡Me olviden!.
Encajes de bolillo o no del castellano, lo cierto es que,
nuestros camposantos rebosan flores y el que más y el que
menos ha suspirado recordando a quienes se fueron al otro
lugar. A los que están sin estar. Y ahí, los creyentes,
llevamos ventaja con respecto a los ateos. Para nosotros la
muerte ni existe ni es el final, es, tan solo, el paso a
otro lugar del Universo tras nuestra aventura humana.
¿Qué que hice yo ese día? Recordar no. Porque para recordar
hay que haber olvidado y, personalmente, jamás olvido. Cosas
de la edad y de mi condición de eterna aprendiza, de manceba
perpetua en la botica de la existencia. Reconozco que no soy
excesivamente despabilada, pero al menos tengo la virtud de
que, por mi insana curiosidad vital, lo que no sé lo
pregunto y si no me satisface la respuesta insisto y
pregunto más, busco opiniones en los libros para ver si el
que me ha contestado me está engañando y escarbo en internet
(que en mi barriada malagueña se llama inten-né) todo con
tal de obtener un poco de claridad, es decir, de
conocimiento. Será que, he comprendido, que, en esta vida,
vivir sin buscar el conocimiento es como vivir eternamente
iluminado por una bombilla de veinte watios, en la puta
sombra.
¿Por qué se revuelven? ¿Qué están “seguros” de que ahora voy
a soltar mi sempiterna cantinela de “yo hice los cursos de
acompañamiento en los últimos momentos según la teoría de
Elizabeth Kubler-Ross”? Pues sí ,los hice ¿Les molesta
porque fueron ustedes quienes me pagaron los seminarios?
Pues como no me los pagaron ni tampoco me financiaron los
viajes en tren se callan la boca y no critican a personas
buenas como servidora. Porque yo soy buenísima, eso lo dicen
dos :España y el extranjero. Lo que sucede es que no se me
nota mucho, pero en el fondo soy una florecilla de candor.
Y florecilla o no yo sé y he tenido ocasión de acompañar a
personas en sus últimos instantes en este lado. Varias veces
en la unidad de cuidados paliativos del Hospital Civil de
Málaga que es el lugar donde llevan a morirse a los enfermos
terminales. El montaje fatal. El lógico en una frívola
sociedad empeñada en vivir de espalda a la muerte y que se
niega, por aprensión, a estudiar, investigar y conocer lo
que acontece en esos momentos. ¿Qué dicen con esas caras de
caballas en salazón? ¿Qué si cobro algo, aunque sea “la
voluntad” por mis asistencias? ¡Joder, para eso monto un 906
y que se ponga al teléfono el moribundo y yo le explico el
tema! No. Nunca he cobrado por nada espiritual ni puedo
hacerlo, lo que viene a demostrar empíricamente que, si se
tienen valores, principios y algo de ética se padece la
incomodidad subyacente de no hacerte jamás rica. Y encima si
la discreción total es un requisito irrenunciable, nunca
puedes optar al famoseo de un Rappel o de una Bruja Lola.
Pero acompañar en el tránsito, si sabes hacerlo, es un poco
una obligación moral, es como acompañar a una anciana cuando
pasa un semáforo, lo haces y ya está. Los que vivimos
gozamos de algunas ventajas, pero también tenemos
obligaciones para con el Universo, es un toma y daca
espiritual, es reciprocidad, es como una cadena de favores.
Y sí, fui al cementerio de mi barriada de el Palo, el que
está a la vera de la playa y alberga en sus tripas el
recuerdo de hombres de la mar, de pescadores, marengos y
navegantes y de sus familias. Fui, aunque no tengo allí a
ningún pariente, quitando un lugar en la parte de los niños
donde me he apoderado de un pedazo anónimo de tierra, bajo
en inmenso ciprés y allí me he montado un rincón como le
hubiera gustado a mi hermanillo del alma, Gabriel Pineda de
las Infantas. A veces le llevo flores y en Navidad me gusta
ponerle algo navideño, una vez llevé un pequeño abeto con
guirnaldas, pero, cuando acudí para la nochevieja, lo habían
robado, lo que no me importó, porque quien se llevó el
adorno seguro que lo disfrutó y sintió contento, es decir,
sintió contento gracias a Gabriel y a que le había birlado
su arbolillo y seguro que mi hermano del alma disfrutó con
el tema y rió hasta las lágrimas, porque era muy
complaciente con los pícaros.
Cantan nuestros primos de allende los mares “Yo quiero que a
mí me entierren, como a mis antepasados / En el vientre
oscuro y fresco, de una vasija de barro” y lo cantan con el
son de la flauta que se llama quena.
Aquí, en nuestra cultura, el canto de los muertos es la
petenera.
Celebrar el día de los difuntos es algo que “llega”, es la
sublimación de la nostalgia, es el removerse de los quereres
y los sentires, el rescatar pellizcos de recuerdos. La gente
engalana tumbas y nichos, refriegan las lápidas con lejía y
reponen las flores que se han secado de año a año, se nota
quien llora a cada cual y aún se nota más quien ha
experimentado el dolor más grande y más injusto del mundo,
que es sobrevivir a un hijo. ¿No sienten ustedes que, este
día, es como si recorriera España entera, de punta a punta,
de camposanto en camposanto, una inmensa marejada de amor
que vibra de energía? Reitero : cuan afortunados somos los
creyentes por creer. Nos ha tocado el “cuponazo” de la
Historia. Y eso no se puede negar porque sería mentir.
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