La semana pasada, en ‘El mentidero
de Jesús’, lugar de parada obligatoria para cuantos gustamos
de tomar el aperitivo al aire libre, me encontraba yo en
animada charla con dos empresarios, procedentes de la
península, a quienes aprecio lo suficiente como para
alternar con ellos cada vez que se encarta.
La conversación trascurría con reservas. Como si nos
estuviera prohibido hablar de asuntos propicios a despertar
la risa. Que es en verdad lo que se pretende cuando varias
personas se reúnen para que el ocio tenga cabida durante un
tiempo adecuado.
Conocedor yo del motivo por el cual nuestra intranscendente
charla no acababa de adentrarse por los vericuetos del humor
que tanto bien hace al organismo, decidí salvar al obstáculo
que se reflejaba en forma de una cortedad que nunca antes
había existido entre nosotros. Así que me puse manos a la
obra para cambiar el signo de la charla. Y lo hice contando
la siguiente anécdota, vivida por mí en un verano de los
setenta del siglo pasado.
Estaba yo por aquellas calendas compartiendo mesa en la sala
de estar de ‘El Caballo Blanco’, parador portuense, con un
tipo que, investido de una seriedad apabullante, era capaz
de responder a cualquier pregunta y desatar la risa a
borbotones entre quienes estuvieran presentes. Aquel día,
verano y soplando viento de levante, un señor, que iba
acompañado de su mujer, pasó por nuestro lado y mirando a mi
compañero de mesa, le dijo: “A usted le conozco yo de
algo...”. Y mi compañero de mesa le respondió sin mover un
músculo de la cara: “Puede ser”. A lo que el señor que iba
acompañado de su mujer, contestó repitiéndose, tres veces
más.
El compañero que estaba sentado a mi mesa, decidió darle
pistas. A lo mejor me ha visto usted durante las corridas de
San Isidro en Las Ventas del Espíritu Santo; y el otro,
contestaba con un no. A lo mejor me ha visto usted en los
Carnavales de Tenerife; y el otro, contestaba con un no. A
lo mejor me ha visto usted veraneando en San Sebastián; y el
otro lo volvía a negar. A lo mejor me ha visto usted en Los
‘sanfermines’; y el otro, ídem; a lo mejor me ha visto usted
en ‘Casa Lucio’, en la Cava Baja madrileña; y el otro, que
nanay de la China. Hasta que, de pronto, el otro lleno de
gozo creyó que ya había dado con la tecla y exclamó: “¡A
usted lo he visto yo trabajando en la empresa...!”. Y mi
compañero de mesa, un hijodalgo convencido, se revolvió
iracundo en su asiento, a la par que exclamaba: “¡Oiga
usted, yo no he trabajado en mi vida! Así que haga el favor
de quitarse de en medio, si no quiere que me acuerde de
todos sus muertos”.
La anécdota surtió el efecto deseado por mí. Y los dos
empresarios peninsulares, que andaban sometidos a una
cortedad impuesta por cierta circunstancia dolorosa,
rompieron a reír. Y a mí el hecho de contarla me hizo
recordar que hay políticos que llevan tanto tiempo viviendo
del cuento de verse inscritos en listas de sus
correspondientes partidos, para terminar siendo elegidos
concejales o diputados, que si algún día alguien les hiciera
la misma pregunta que aquel hombre que iba acompañado de su
mujer le hizo a mi compañero de mesa, aquel verano de los
años 70, seguramente responderían más o menos así: ¡Mire
usted, señor, nosotros no hemos trabajado en nuestra vida!
Así que haga el favor de quitarse de en medio, si no quiere
que le digamos una guasa”.
Muchos políticos son unos hijosdalgo.
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